viernes, 20 de septiembre de 2019

Altazor: al poeta no le queda sino lanzarse





Alejandro Rozado

Reparad el motor del alba
En tanto me siento al borde de mis ojos
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VICENTE HUIDOBRO



- Altazor, de Vicente Huidobro, Chile [primera edición, Madrid, 1931].

Siete cantos entonan el destino de Occidente. Ni La Divina Comedia, ni Las flores del mal ó La tierra baldía. Es Altazor el mayor poema lírico y evocativo de la cosmogonía de nuestra civilización: una gran caída universal. No un despeñamiento estrepitoso, sino un suave descenso imperturbable: 
La vida es un viaje en paracaídas y no lo que tú quieres creer (...) / Hemos saltado del vientre de nuestra madre o del borde de una estrella y vamos cayendo.

Poeta aéreo, Vicente Huidobro (Santiago de Chile, 1893-Cartagena, 1948) vivió desde elevado horizonte espiritual para escribir y cantar estos versos de vértigo: "Nací a los treinta y tres años, el día de la muerte de  Cristo; (...) / Mi padre era ciego y sus manos más admirables que la noche. / Amo la noche, sombrero de todos los días. / La noche, la noche del día, del día al día siguiente". Su vida fue impaciente, política. Neruda lo aborrecía. Pero a sus cuarenta y tantos se fue a la guerra contra los nazis -y de sus graves heridas murió poco después. Qué importa su vida si nos legó estos cantos siderales. Pues Altazor no es un poema histórico, ni geológico; vamos: ni siquiera planetario, sino cósmico.
Ángel expatriado de la cordura
¿Por qué hablas? ¿Quién te pide que hables? 
Revienta pesimista mas revienta en silencio
Cómo se reirán los hombres de aquí a mil años 
Hombre perro que aúllas a tu propia noche
Delincuente de tu alma 
El hombre de mañana se burlará de ti 
Y de tus gritos petrificados goteando estalactitas 
¿Quién eres tú habitante de este diminuto cadáver estelar? 
¿Qué son tus náuseas de infinito y tu ambición de etrenidad? 
(...) ¿De dónde vienes a dónde vás? 
¿Quién se preocupa de tu planeta? 
Inquietud miserable 
Despojo del desprecio que por ti sentiría 
Un habitante de Betelgeuse 
Veintinueve millones de veces más grande que tu sol
Realidad infinita, perspectiva inconmensurable -la visión más moderna de las modernidades-, ése es el escenario por donde el poeta se arroja planeando hacia el vacío astral. Su verbo es caer: no vive en la soledad de su laberinto -como imaginó Octavio Paz- buscando una "salida": no hay salida, tampoco laberinto: "Piensas que no importa caer eternamente si se logra escapar / ¿No ves que vas cayendo ya? / (...) Déjate caer sin parar tu caída, sin miedo al fondo de la sombra / Sin miedo al enigma de ti mismo". Porque al poeta moderno no le queda otra que lanzarse al abismo frío y desfalleciente. Incluso los versos, las palabras y las letras se van desprendiendo de sí mismas sobre el fondo blanco de la página convertida en insondable misterio:
Cae 
     Cae eternamente 
Cae al fondo del infinito 
Cae al fondo del tiempo 
Cae al fondo de ti mismo 
Cae lo más bajo que se pueda caer 
Cae sin vértigo (...) 
Cae en infancia 
Cae en vejez 
Cae en lágrimas 
Cae en risas 
Cae en música sobre el universo 
Cae de tu cabeza a tus pies (...) 
Cae al último abismo del silencio
Como el barco que se hunde apagando sus luces
Esa conjugación absoluta del verbo humano más trágico atraviesa las órbitas de los astros y de las edades perdidas, desde el cristianismo hasta los millones de obreros levantados ("La única... / La última esperanza"), para finalmente yacer, como ángel caído, "parado en la punta que agoniza". El Canto I es, en suma, el bramido del parto primigenio, mineral, del espacio desde donde brinca Altazor:
Sufro desde que era nebulosa 
Y traigo desde entonces este dolor primordial en las células 
Este peso en las alas 
Esta piedra en el canto 
Dolor de ser isla
(...) Angustia cósmica 
Poliforme angustia anterior a mi vida 
Y que sigue como una marcha militar 
Y que irá más allá 
Hasta el otro lado de la periferia universal
Los siglos que gimen por las venas de la composición van ya tocados por el dolor del primer impulso, y marcan el ritmo primigenio del canto galáctico. El polvo estelar, los mares, piedras y plantas, saludan al poeta infinito, el gran partero de las imágenes: "Señor Dios, si tú existes es a mí a quien lo debes". Profeta del creacionismo, Vicente Huidobro se proclama demiurgo indiscutible de la vida: habla en nombre de los astros por nadie conocidos y con una voz humedecida en océanos jamás nacidos; los objetos esconden un nombre incógnito que el poeta ha de revelar y, al hacerlo, bautizará al mundo, cosa por cosa, palabra por palabra. Y nos advierte de cuidar las palabras emitidas, pues cada adjetivo que no dé vida, termina matando.



Ya para el Canto III, el viaje sideral se interioriza a la deriva y se dirige primero contra las palabras y sus silencios; luego, contra los poetas mismos ("matemos al poeta que nos tiene saturados") y contra los poemas modernistas también ("Basta señora arpa de las bellas imágenes / De los furtivos como iluminados / Otra cosa otra cosa buscamos"). La caída del poeta comienza a arder: primero quema los versos pareados hasta des-aparearse; luego prosiguen desplazamientos verbales que desordenan las percepciones con delicado desdén:
Sabemos posar un beso como una mirada 
Plantar miradas como árboles 
Enjaular árboles como pájaros 
Regar pájaros como heliotropos
Tocar un heliotropo como una música  
Vaciar una música como un saco 
Degollar un saco como un pingüino... 
Y una vez participado en el entierro de la poesía, las palabras huérfanas viajan libres -entre choques verbales y colisiones de planetas- hacia una ansiada e incierta ruptura. Adquiriendo mayor velocidad en la caída, Altazor avanza, acicateado por una urgencia incalculada, sin más tiempo que perder; las palabras sueltas se reagrupan arbitrariamente en bloques poéticos, luego se vuelven a dispersar en versos trastocados:
Al horitaña de la montazonte 
la violondrina y el golonchelo
A continuación, se desploman por el poema las caprichosas homofonías ("Ya viene la golondrina / Ya viene viene la golonfina / Ya viene la golontrina / (...) La golonniña / La golongira / La golonlira...), el repaso, a vuelo de águila, de inscripciones varias en cementerios errantes (incluido el epitafio de Huidobro: "Abrid esta tumba: al fondo se ve el mar") y una sucesión vertiginosa de versos que literalmente se van haciendo jirones con la tormenta sideral:
En cruz 
          En luz 
La tierra y su cielo 
El cielo y su tierra 
Selva noche 
Y río día por el universo
El pájaro tralalí canta en las ramas de mi cerebro
Porque encontró la clave del eterfinifrete
Rotundo como el unipacio y el espaverso 
Uiu uiui 
Tralalí tralalá
Aia ai ai aaia i i
El idioma se destartala como nave que se destroza por partes en el cumplimiento de su imposible misión espacial. Empieza ahora la locura de la risa y la risa de la locura: los verbos se sustantivan.
La cascada que cabellera sobre la noche
Mientras la noche se cama a descansar 
Con su luna que almohada al cielo 
Yo ojo el paisaje cansado 
Que se ruta hacia el horizonte 
A la sombra de un árbol naufragando
El sentido de los versos se descompone. No es la revolución del lenguaje sino su inevitable ironía. Finalmente, la caída proverbial de Altazor en el último Canto se confunde instintivamente con el regreso vocal absoluto. Agonía demencial, vuelta a la entonación urgente del ave sideral, cierre cíclico al ruido planetario, el poeta se desintegra, raudo, en múltiples partes sin dejar de ser todas ellas:
Lunatando
Sonsorida e infimento 
Ululayo ululamento
Plegasuena
Cantasorio ululaciente 
Oraneva yu yu yo (...)
Semperiva
                ivarisa tarirá
Campanudio lalalí
                          Auriciento auronida
Lalalí
         io ia
i i i o
Ai a i ai a i i i i o ia
La civilización busca instintivamente diluirse en el eco de su propio galimatías universal; incluso más lejos, hasta antes de la inescrutable anterioridad, hasta el trino confuso de las vocales dispersas. Altazor es el viaje final, al encuentro límite y desconcertante de nosotros mismos. 

  

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