miércoles, 10 de abril de 2019

El mercader de Venecia: odiar y ser odiado


Alejandro Rozado

- El mercader de Venecia, William Shakespeare, 1599.

Durante el siglo XVI, en la progresista Venecia, también se discriminaba a los judíos. Arrumbados en ghetos durante las noches, bajo la luz del sol tenían prohibido poseer distintos bienes de capital mercantil o manufactureros -cosa que los orillaba a trabajar su dinero mediante la usura. 

Casi un documento de época, El mercader de Venecia expone el odio cotidiano y concurrente de judíos y cristianos a través del extraño caso de un próspero comerciante ultramarino, Antonio, quien se ve obligado a solicitar un préstamo al usurero Shylock para apadrinar el apasionado propósito matrimonial de su mejor amigo. El resentido Shylock -quien odia a Antonio tanto como éste a aquél- vislumbra la oportunidad de un desquite ancestral y acepta prestarle la cuantiosa suma con la condición de que, en caso de incumplir su compromiso de pago, la fianza sería rebanarle una libra de su propia carne al deudor... A pesar de tan arredrante requisito, el noble mercader se anima a firmar los pagarés, confiado en el respaldo de su cuantioso capital circulando por el mar océano. Mas nadie -oh, caprichoso destino- contaba con el naufragio o robo simultáneo de casi todos sus barcos. Las noticias navales se precipitan como nubarrones en el firmamento durante la agasajada boda cristiana. 

Los rumores finalmente confirman la inopinada ruina del generoso Antonio, lo cual repercutirá en el incumplimiento de sus compromisos con Shylock y, por tanto, en su ejecución legal a manos de su aborrecido acreedor. Ante las protestas cristianas y los pedidos de clemencia veneciana que solicita el mismísimo Duque, la ley es la ley. El judío responde airado con este asombroso alegato: 
¿No tiene ojos el judío? ¿No tiene manos el judío? ¿No tiene órganos, miembros, sentidos, afectos y pasiones? ¿No se nutre del mismo alimento, no se le hiere con las mismas armas, no está sujeto a las mismas dolencias, no se cura con los mismos remedios, no se calienta, no se hiela al calor y al frío del mismo verano y del mismo invierno que el cristiano? Si nos punzáis, ¿no echamos sangre? Si nos hacéis cosquillas, ¿no nos reímos? Si nos envenenáis, ¿no nos morimos? Y si nos hacéis agravio, ¿no nos hemos de vengar? Si nos parecemos en lo demás, nos pareceremos también en esto. Si un judío hace agravio a un cristiano, ¿qué hace éste en su humildad? Vengarse. Si un cristiano hace agravio a un judío, ¿qué le enseña el ejemplo de la humildad cristiana? Venganza… 
El culminante Acto IV de la pieza teatral es un imperdible thriller jurídico en que intervienen angelicalmente dos dulces damas sagaces disfrazadas de estudiantes de derecho que ejercen la defensa de Antonio. Shakespeare sacude las conciencias de una naciente modernidad defensora de la observancia letrista de la ley. Asimismo, el feliz desenlace de su drama deja un amargo sabor de boca, una inquietante conciencia de la desgraciada soledad de un personaje como Shylock, cuya odiante avaricia está determinada en forma directamente proporcional al desprecio social de que es objeto la comunidad judía.  

Pero en la posmodernidad, el dramaturgo inglés continúa influyendo: Al Pacino representa -en la cinta de 2004 adaptada por el cineasta inglés Michael Radford- el humano conflicto de un núcleo judío humillado y ofendido por generaciones sin posibilidad de reivindicarse. Hacía tiempo que no se veía al histrión italo-americano en un papel tan veraz. Sin duda, el poder cultural del texto de Shakespeare transformó al complaciente intérprete hollywoodense en un riguroso actor isabelino. ¡Y a quién no! 

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