jueves, 12 de noviembre de 2009

"Los miserables" (paisaje después de la barricada)


Alejandro Rozado


(En recuerdo de los caídos en las barricadas de la APPO, en 2006)



- Los miserables, de Víctor Hugo, México, Ed. Porrúa, Col. “Sepan cuantos…”, 1996, 935 pp.


Un retrato que define un estilo: la señorita Baptistina "nunca había sido bonita: su vida, que fue una serie no interrumpida de buenas obras, había acabado por extender sobre su persona como una especie de blancura y claridad; y al envejecer, había adquirido lo que se podría llamar la belleza de la bondad. Lo que en su juventud había sido flacura, en su madurez se había convertido en transparencia, al través de la cual se veía, no a la mujer sino al ángel. Era más bien un alma que una virgen. Su persona parecía hecha de la sombra: apenas tenía cuerpo para que en él hubiera un sexo; era un poco de materia que contenía una llama: ... un pretexto para que un alma permaneciese en la tierra".

Los miserables (1862) es la gran versión literaria de Francia en el diecinueve: es decir, la sobrestimación de su historia. Es una novela total y desproporcionada a la vez -romanticismo postrero, pero romanticismo al fin. A veces pareciera que no importase tanto la historia sino quién la está contando. El autor no desaparece un instante del escenario: detiene la acción cuando le place, dedica capítulos enteros a sus opiniones políticas sobre Napoleón o sobre la revolución de 1848 (ésta última fuera del contexto narrativo, pues la vida del personaje principal, Jean Valjean, termina en 1833), inserta digresiones extensísimas sobre los conventos de Francia, la vegetación del Mediodía, el caló urbano o el sistema alcantarillado de París. Es Víctor Hugo un autor incontenible –incluso de sí mismo. Un grande de Francia: un líder cultural. Un león de la literatura. La majestad con que domina el panorama de las letras le permite tomarse casi cualquier licencia que desequilibre su obra. Quizá su equivalente en la música haya sido Wagner -contemporáneo suyo- aunque mucho menos antipático y mucho más piadoso.

La historia de Jean Valjean es semejante a un evangelio moderno, pero sin prédica. Es el testimonio romanticista de una conversión moral silenciosa (el pasaje insustituible de los candelabros de plata que el obispo le regala al ladrón es devastador siempre); es la trayectoria dolorosa del arrepentimiento encarnado en un ex presidiario maduro que denota el envejecimiento posible de una cultura en busca de redención. Es la elevación del pecador a la altura de su capacidad de piedad en el altanero siglo XIX. Podría decirse que Los miserables es un ladrillo con el que Hugo golpea la conciencia de la humanidad, disminuida aquí a la estatura de un modesto lector. Después de cerrar el libro de 920 páginas, uno no puede seguir siendo el mismo: la vergüenza se lo impide. Para el autor de El jorobado de Nuestra Señora de París, cantor orgulloso del progreso, el mundo sin embargo sólo puede cambiar gracias a la moral de los gestos de enorme humildad que lo digan todo -aunque esta expresión, "enorme humildad", parezca un contrasentido. Un poder que renuncie a su función y se entregue al anonimato, sin el discurso de la palabrarería pero con el decurso de los hechos.

De ser una novela acerca de la virtud humana, Los miserables se torna de pronto en un inigualable relato de barricadas. Monarquía, Revolución, Terror, Imperio, Restauración, Monarquía Constitucional... Tanta historia agota a cualquier nación en menos de 50 años. El resumen literario de aquel protagonismo histórico desemboca en el pasaje del alzamiento republicano. En la calle de la Chanvrerie se dieron cita, como llamados por las campanadas a misa en un villorrio, todos los personajes vivientes de la novela. Una convocatoria irresistible para morir. Los acontecimientos del 5 y 6 de junio de 1832 apenas se verán reflejados en un libro de historia nacional, pero en la literaria figurarán como los elementos estéticos de la novela del motín por antonomasia. La insurrección fallida; el abandono de la república por el pueblo parisino; las muertes sucesivas del viejo naturalista Mabeuf acribillado en su intento de colocar la bandera de los alzados en la barricada, del pilluelo Gavroche que desafió a la muerte con la desfachatez de sus cánticos irónicos, de Enjolras, Courfeyrac y los demás amigos de Mario, incluso la de Eponina que se interpone entre el fusil de un soldado y el propio Mario; la llegada de Jean Valjean al lugar de la batalla; la liberación del inspector Javert de su ejecución por espía, y luego el rescate y fuga que hace Valjean con Mario a cuestas por el alcantarillado de París, conforman una intensísima secuencia maestra que se autojustifica por sí misma. Premonición de lo que serían los acontecimientos revolucionarios del París del 48, el motín del 32 es el lugar donde la ciudadanía arde con generosidad cívica, el horno donde se forja el hierro de una sociedad civil que crece a punta de bayonetazos. El mejor pretexto literario para una novela acerca del valor excepcional, no de héroes sino de los hombres cotidianos: de los miserables que en cierto momento se ven tocados por la historia.
"¿De qué se compone un motín? De todo y de nada... de un soplo que pasa. Este soplo encuentra cabezas que hablan, cerebros que piensan, almas que padecen, pasiones que arden, miserias que se lamentan, y las arrastra. ¿A dónde? Al acaso..."
Los mejores amigos se conocen en la barricada; lástima que tengan que caer acribillados.
 
 
10 de noviembre, 2009.

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