domingo, 10 de marzo de 2019

Los ruiseñores no dañan a nadie


Alejandro Rozado

- Matar a un ruiseñor, de Lee Harper, 1960.
- Matar a un ruiseñor (To Kill A mockinbird), de  Robert Mulligan (EU-1962), con Gregory Peck, Mary Badham y Robert Duvall. 

Descendientes de una finca algodonera de Alabama, la familia Finch vive modestamente en el apacible poblado de Maycomb, gracias a los oficios del padre, Atticus Finch, como abogado en el tribunal del condado. En cierto momento, una vecina blanca y con trastorno de personal es violada, por lo cual se extiende la natural indignación entre la población. Sin embargo, la sed ciudadana de justicia se descarga sobre un negro trabajador agrícola, a quien acusan más por necesidad social de enconar las diferencias raciales que por la recabación ponderada de evidencias probatorias. La problemática defensa del acusado es asignada a Atticus Finch. El proceso jurídico impactará cívicamente a los dos hijos del recto abogado -menores de edad-, por el resto de su vida. 

La autora de éste su único libro, Lee Harper, se basó en los recuerdos sureños de su infancia para contar una historia entrañable que conmovió a la Norteamérica de los tiempos de Kennedy y de la lucha por los derechos de la minoría negra. Así, la narración corre a cargo de la pendenciera hija menor de los Finch, Scout, quien rememora el perfil de agrestes personajes y atmósferas rurales durante el depresivo año 32, desde el ángulo de la niñez -cosa que imprime al relato un estilo inocente, fresco y accesible a lectores menos exigentes. 

La celebrada novela da cuenta del esmerado esfuerzo de Atticus Finch por educar a sus hijos en el tortuoso proceso de adaptación a una sociedad al mismo tiempo civilizada e irracional, ordenada y cruel, democrática y racista. La defensa de su infortunado cliente es la culminación de ese duro proceso educativo. La clave de la pedagogía del noble Atticus es la adopción de cierto estoicismo liberal que defiende los principios de igualdad entre los hombres en medio de un mundo indispuesto a practicar esa norma de convivencia. Más que una prédica de los valores modernos y humanitarios, se trata de enseñar una ética de la compasión y el respeto, que se quiere universal, con el ejemplo, a través de un laconismo prodigioso de conductas y reflexiones. El padre de familia observa a su críos de doce y dieciocho años, desde la intimidad familiar que brinda la protectora sala de estar, lo siguiente:
Los ruiseñores no dañan a nadie, no arruinan cosechas, no forman plagas, sólo cantan para nosotros; matar a uno de ellos es lo más absurdo que hay.

Así, el fracaso anunciado de Atticus en proteger la vida de su cliente engrandece, sin embargo, su figura ante los menores. 

Un instante demoledor del relato ocurre cuando el joven Jem Finch, dolido por la incomprensible injusticia racista, rememora una temida leyenda del barrio acerca del aislamiento por décadas de un vecino, quien padece retraso mental y jamás sale de su casa por temor a la discriminación habitual. Después de cuestionarse por qué las personas no pueden tolerarse las unas a las otras, Jem concluye: 
Creo que empiezo a comprender por qué Boo Radley ha estado encerrado todo este tiempo... Ha sido porque quiere estar ahí dentro. 

Una vez que fue llevada con cuidadoso acierto la novela al cine, un maduro Gregory Peck logró encarnar a Atticus Finch de tal modo que actor y personaje son, desde entonces, una y la misma cosa. De la mano de la propia novelista Harper, la cuadra vecinal del pueblo de Maycomb fue reconstruida como escenario principal con asombrosa precisión. Ahí, cuando el sol cotidiano aplasta por igual -a ras del polvoso suelo- la conciencia de los buenos y pacíficos ciudadanos, reduciéndola a una mera mezquindad histórica, surge una secuencia formidable: del fondo de la calle donde viven los Finch, se aproxima, jadeante y desorientado, un perro rabioso que atemoriza al barrio entero. Será necesario matarlo de un tiro. No se sabe cómo ni cuándo se incubó el virus maligno en el cuerpo del desdichado can; lo cierto es que de pronto brota la rabia, trastoca la tranquilidad de todo el condado y cunde la fobia social a la hidrofobia. Irónicamente, designan al propio Atticus Finch para disparar arteramente al animal. Muerto el perro, se acaba la rabia.


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