jueves, 29 de agosto de 2019

El espantoso espanto: una novela de Henry James


Alejandro Rozado


- Otra vuelta de tuerca, de Henry James, primera edición en Londres, 1898.


Una joven institutriz es contratada por un caballero londinense para que viaje a cuidar a sus dos sobrinos huérfanos en su espaciosa finca de Bly, en Essex; su sueldo será más que generoso con la condición de que la futura mentora decida absolutamente sobre cualquier problema al que se enfrente sin solicitar consulta al tío para nada. Al entrar en relación con los pequeños y encantadores niños, la diligente protagonista jamás imaginará el aterrador misterio que envuelve a semejante inocencia infantil. Estamos ante una novela inglesa de apariciones fantasmales. 

Ocaso de la era victoriana. La rebelión obrera en Londres y Manchester -que tanto esperó en vano Marx durante el industrialismo salvaje- fue sustituida, al final del siglo XIX, por la rebelión de los fantasmas en plena época imperial. En 1886, Robert Louis Stevenson publica su Dr. Jekll and Mr. Hyde; un año más tarde, Oscar Wilde hace lo mismo con su relato El fantasma de Canterville. De igual manera, Bram Stocker lanza su Drácula en 1897 e inmediatamente después aparece Otra vuelta de tuerca... La narrativa británica abandona el realismo dickensiano y se interna en los oscuros pasillos del horror. Cuando la insurrección revolucionaria fracasa, siempre es sucedida por la insurrección de la imaginación nihilista. Fabulosa. Espectacular. Ésa sí, vencedora. El mito del vampiro, por ejemplo, es uno de los más poderosos de nuestra modernidad.

El punto es que la flema aristocrática debía ser perturbada por alguna vía. La predilección de viejos castillos y grandes casonas como escenarios propicios para el surgimiento de fenómenos de ultratumba fue idóneo para el contraste estético: el choque entre la parsimonia de los buenos modales de la sangre azul y la irracionalidad brutal de la sangre roja del horror. La institutriz de esta novela de Henry James describe el lugar de los hechos:
"... tuve la visión de un castillo romántico habitado por un rosado duende travieso, un lugar que había adquirido todo el color de los libros infantiles y de los cuentos de hadas. ¿Acaso no era aquello un libro infantil sobre el que me había quedado dormida y ahora estaba soñando? No, era una enorme, fea y antigua pero muy conveniente casa, que encerraba unos cuantos rasgos de un edificio aún más antiguo, ... en el cual tenía la impresión de que nos hallábamos tan perdidas como un puñado de pasajeros en un gran barco a la deriva". 
El aislamiento espacial como primera condición de este género narrativo. Lejos de toda posible ayuda, la vulnerabilidad es mayor. Que no se le moleste al tío de los menores por ningún motivo: esa es la regla, la convención dramática. A partir de ello, el juego consiste en el asedio espectral de un par de anteriores miembros de la servidumbre íntimamente vinculados a los niños. Los desconciertos de la narradora se convierten pronto en una sucesión de vueltas de tuerca cada vez más angustiosas, incluso hasta la última línea del relato. La aparición súbita e inesperada es, por supuesto, el punto magnético por excelencia de esta historia. A la hora crepuscular, cuando el día y la noche se confunden en una substancia atemporal; o bien, a medianoche, en el lúgubre descanso de la escalera que da a las habitaciones. Los fantasmas, mudos e inexpresivos, suscitan el requiebro del pasmo irracional, casi onírico. El encuentro entre dos entidades tan distintas detona la apertura de un minuto flotante y demencial. La chica describe así la duración de su experiencia paranormal:
"Era el mortal silencio de nuestra larga mirada en aquel angosto espacio lo que proporcionaba a todo el horror, por enorme que fuera, su única nota innatural. Si me hubiera encontrado con un asesino en un lugar así y a una hora como aquella al menos hubiéramos hablado. Algo hubiera ocurrido con dos personas vivas entre nosotros; aunque no hubiera pasado nada, uno de nosotros se habría movido. El momento se prolongó tanto que se hubiera necesitado muy poco más para que yo empezara a dudar de si estaba viva".
El problema de rondar por los linderos de la existencia es la naturaleza intransferible de las experiencias. Este tremebundo relato en primera persona puede pasar por una incursión psicótica de diagnóstico más que justificado. Ningún otro de los personajes involucrados en la narración -los niños y la ama de llaves: la señora Grose- afirman haber visto lo que la institutriz sí. Pero así es la ambigüedad artística de nuestra decadencia cultural: todo es posible. Los acuerdos entre el emisor y el receptor, entre la escritura y la lectura, son más tácitos que explícitos. Uno decide si atraviesa el umbral de lo verosímil o no. 

De cualquier forma, resulta espléndido el diálogo inicial -que sirve de prólogo al relato- entre quienes, al calor de una fogata nocturna, se cuentan historias asombrosas y dicen de ésta que comentamos:
"-Está más allá  de toda imaginación -aseguró Douglas-. Nada de lo que conozco lo iguala. 
-¿Por su puro terror? -recuerdo que pregunté. 
-¡Por su espantoso... espanto! 
-¡Oh, qué delicioso! -exclamó una de las mujeres".
Un espantoso espanto... ¡Qué mejor ambigüedad acerca del horror que una tautología como ésa! 
  

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