miércoles, 23 de septiembre de 2009

Antinomias del cine de luchadores (sobre la película "El luchador")


Alejandro Rozado


- El luchador (The Wrestler
), de Darren Aronofsky (2008), con Mickey Rourke y Marisa Tomei.
En un país como México, donde la lucha libre es un gigantesco ritual pagano que raya en arte popular colectivo, ver El luchador, de Darren Aronofsky, significa comparar inevitablemente la diferente tradición de ideas sobre el espectáculo y el mismo cine de luchadores.

The Wrestler se nos presenta como una historia más del ocaso de una leyenda: el descenso dramático en el olvido, la enfermedad y la muerte, de un ex campeón solitario –otro prototipo del héroe individual hollywoodense. El paralelismo del argumento con la trayectoria del actor Mickey Rourke (quien representa al veterano luchador Randy The Ram Robinson), con el rostro deformado por los puñetazos que le propinó, en la vida real, su tardía incursión en el boxeo profesional en los 90’s, y relegado por las compañías productoras en la asignación de papeles importantes, es tan notable y exitoso que no abundaremos en ello. Sin embargo, la diferencia estriba siempre en cómo se cuente la historia. Aronofsky –realizador de filmes como Pi, fe en el caos (1998) y Réquiem por un sueño (2000)- hizo maravillas con la cámara desde el plano inicial: sentado en el vestidor, encorvado y respirando con dificultad, yace un coloso luchando contra sí mismo; esa toma y las subsiguientes cuidan de no encuadrar las facciones del rostro sino la corpulencia de un gigante en declive que arrastra pesaroso su vida. Los cortes de cámara sin cambiar de ángulo (al ya viejo estilo Godard) editan el penoso itinerario de la ex estrella del cuadrilátero afuera del escenario, en la calle y en la ruina de carromato que tiene por vivienda. En consonancia con este planteamiento formal, el director prescinde del trillado recurso del flashback para biografiar al personaje; pues lo que importa en esta película es el cuerpo como rastro de vida: la piel tatuada, las cicatrices de incontables batallas, el jadeo íntimo y la tos privada, la huella del bypass en mitad del pecho, el rostro abotagado de un Mickey Rourke irreconocible, la voz engrosada y el largo cabello de dios nórdico y oxigenado –incluso, la epidermis castigada por una engrapadora improvisada como arma de ataque en pleno ring. Con un condensado así no hay necesidad de retrospección –ni de introspección- alguna. La lectura de la piel es mucho más eficaz y menos sofisticada y pretenciosa que en The Pillow Book, de Peter Greenaway. Porque se trata de un verdadero retrato cinematográfico. Y en este empeño artístico, la presencia del veterano Rourke en la pantalla resulta de tal fuerza visual inédita que seguramente provocó la envidia de muchos primeros actores. Nada más imborrable en la mente que ver la gallardía de un gigante en desgracia.

Sin embargo, el mundo de la lucha libre de Randy Robinson está gobernado por el espíritu de lo grotesco: las muecas feroces y artificiosas de los contendientes, la nostalgia bobalicona por esa basura metalera de los 80's que modeló la vida “verdaderamente reventada” de los dizque inconformes, las guitarras estridentes y las voces afeminadas de Gun's and Roses y un larguísimo etcétera histriónico y sin el menor aliento artístico. Randy es un luchador que igualmente podría ser una fatua estrella de rock o un temible takle de los Osos de Chicago: detrás del gesto brutal y sanguinario de la contienda sobre el entarimado hay un pobre individuo que no paga la renta y luce incapaz de tender lazos afectivos a nadie. Necesitado de fuertes dosis de droga y evasión, vive en y para el espectáculo -que es igual sobre el escenario que tras bambalinas, dando autógrafos y saludando a sus cándidos y vigoréxicos compañeros de pelea. Desprovista de desarrollo, la lucha libre de Randy deviene en un tiradero de recuerdos que no pueden revitalizar el paso del tiempo. Enfermo del corazón y confrontado por la necesidad del retiro, el protagonista sucumbe ante la fría realidad que circunda al mundo de los coliseos: una hija irrescatable, una curiosa taibolera escrupulosa e inaccesible… y ya: no hay más a quien acudir. El orgulloso Carnero no puede sino volver a su mundo de fantasía y rock’n roll. Moribundo en su última batalla, Randy da un salto terminal desde las cuerdas al vacío. Podría decirse que el luchador murió como vivió: envuelto por un show protector más allá del cual tuvo una magra y disociada existencia. Randy The Ram, el héroe de mil batallas, por un lado; y por otro, Randy el empleado de una tienda departamental.

Muy diferente es la tradición del luchador mexicano, en cuyo cuerpo no radica la vida ni la muerte sino en la arena misma; las panzas generosas de los enmascarados mexicanos serían suficiente referencia para sugerir que lo que importa no es el individuo heroico sino la ofrenda colectiva de una fiesta que reproduce -de algún modo incomprensible- un ser social que está vivo. La biografía y el retrato de personajes cinematográficos como El Santo carece, entonces, de relevancia; basta con ser "galante con las mujeres y despiadado con los malvados" para no morir nunca -virtud que quizá hubiese deseado tener Randy The Ram Robinson. En México, la lucha libre no es sólo un espectáculo sino un antiguo rito social -más familiar y tradicional incluso que el catolicismo. El viejo luchador mexicano es un modelo patriarcal, siempre rodeado de familiares y amigos que desean emular sus hazañas, y cuya casa es patrimonio de hijos y nietos. La vida toda y sencilla colma al viejo acróbata de las cuerdas mexicanas, quien después de asistir con su familia a misa, se la lleva a la función de lucha libre. No hay ocasión para el aislamiento en esta tradición tan comunitaria. Porque afuera y adentro es lo mismo: no existe la disociación sino un continuo vital. Por ejemplo, todo mundo quiere a Fray Tormenta: viejo y fallido luchador mexiquense que es al mismo tiempo sacerdote y que todavía recibe de su público donaciones para la casa-hogar que dirige desde hace décadas.

El juego de contrastes prosigue: mientras el género en Norteamérica forma parte de un diseño global para la maximización de los rendimientos del mercado del espectáculo, en nuestro país la lucha libre –vigorosa desde los años treinta y sin hacerle el feo al éxito comercial- emerge de un fondo tan antiguo como los rituales mesoamericanos, donde los dioses enmascarados y gordos hacían la guerra jugando, dando piruetas en el aire sobre la plataforma (el cuadrilátero) de la pirámide y causándose heridas que revitalizaban el curso del mundo. La danza suprema transfigurada entonces en una coreografía mágica de luchadores sin rostro, anónimos y enigmáticos como los dioses mismos. La lucha libre como un acto intemporal que reproduce en los estratos más básicos y sedimentados de la conciencia popular una identidad que se niega a desaparecer. Quizá por eso mismo, mientras que en The Wrestler se desentraña, no sin cierta inocencia crítica, la farsa intrínseca de las peleas (los luchadores poniéndose de acuerdo en el vestidor acerca del guión y los roles que habrán de desempeñar en la función en puerta), en una cinta mexicana del mismo género eso sería inconcebible: porque en México la simulación lo es todo; el ring es una prolongación más de la vida colectiva que oculta sistemáticamente las claves de la existencia y los resortes del poder. Por eso es tan difícil desmontar la corrupción nacional: porque no existe distinción entre vida pública y vida íntima; el yo individual no tiene manera de hacerse conciencia responsable ni siquiera ante el espejo del baño.

De ahí que afuera de la arena, El Santo pueda pelear contra vampiros, zombies, científicos locos, extraterrestres y un sin fin de malhechores y siempre los venza; mientras que Randy The Ram Robinson sólo pueda combatir contra su propia sombra y termine perdiendo irremediablemente.



Marzo, 2009.

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