Alejandro Rozado
He descubierto, al releer estos poemas inmediatamente posteriores a Libertad bajo palabra (1957), que para Octavio Paz el llamado “instante eterno”, que concibió fenomenológicamente en su ensayo El arco y la lira (1956), es equivalente a su noción de la hora; también descubrí que si bien ésta –la hora- no goza precisamente de temporalidad lineal (pues la hora no es el conteo imparcial de sesenta minutos), sí posee en cambio duración.
La hora es, entonces, la expresión de la duración o, si se quiere, un tiempo cargado de ser y sus precipitaciones: un precipitado del ser. La hora dura lo que debe durar, y el ser poético que la habita no podría soportar mayor duración sin rondar la locura.
Un reloj da la hora
Ya es hora
no es hora
ahora es ahora
ya es hora de acabar con las horas (…)
En otras palabras, el instante eterno –la hora paciana- no es un tiempo interminable sino un lapso que tiene fondo, y de tan profundo todo cabe en él, todo ocurre y todo es posible. La hora dura. Es duradera. “No pesa el tiempo / es pesadumbre”. Pero la sincronía robusta de ese tiempo poético tiene a la vez conciencia del final indefectible; el poema en sí lo busca como necesidad de extinción, hasta llegar al verso último más allá del cual es inconcebible la reapertura del tiempo interior. Del mismo modo, una vez que se inicia esa forma del transcurrir, el presente –la presencia- se instala en forma total, e integra para sí las cosas del mundo sin posibilidad de pausa analítica alguna:
AMISTAD
Es la hora esperada
sobre la mesa cae
interminablemente
la cabellera de la lámpara
La noche vuelve inmensa la ventana
No hay nadie
La presencia sin nombre me rodea.
Si algo distingue a Salamandra es el bergsoniano tema de la duración. Si Henri Bergson –por cierto, Premio Nobel de Literatura 1927- hubiese escrito poemas en vez de ensayos filosóficos, su obra se parecería irresistiblemente a la del Nobel de Literatura 1990. Existe una afinidad interna, una simpatía estética y vital entrambos, cuando el filósofo francés propone:
Oigo el tañido de una campana. Dos posibilidades se presentan: puedo estar alerta (...) y contar uno a uno los campanazos para saber exactamente qué hora ha tocado; pero puedo también seguir la melodía de las campanadas, cuyo sonido se pierde en la lejanía para renovarse al nuevo golpe del nuevo campanazo. ¿Qué sucede en estas experiencias distintas? En la primera cuento una sucesión para percibir el tiempo; en la segunda vivo una serie matizada de sensaciones sin contarlas. En el primer caso pienso en el tiempo; en el segundo vivo la duración.
Y cuando el poeta mexicano escribe:
APREMIO
Corre y se demora en mi frente
lenta y se despeña en mi sangre
la hora pasa sin pasar
y en mí se esculpe y desvanece (…)
El día es breve y la hora inmensa
hora si mí yo con su pena
la hora pasa sin pasar
y en mí se fuga y se encadena
Hasta donde yo sé nadie ha subrayado esta cercanía intrínseca entre el vitalismo francés y la poética de Paz. Valdría la pena ensayar más a fondo sobre ello, no sin considerar también –entre otros- el libro de Gastón Bachelard: La intuición del instante, pequeña obra maestra escrita en los años treintas alrededor de los temas principales de Bergson: precisamente la duración y la intuición, ésta como supremo modo del conocimiento que funde -en vez de oponer- instinto e inteligencia, sincronía y diacronía. La intuición como vía privilegiada de acceso al tiempo subjetivo, como un acto cultural meritorio de Occidente, diferenciado de la meditación orientalista que tanto confunde a las extraviadas buenas conciencias de nuestra época.
Entre la ebriedad que rebasa los sentidos y el éxtasis sagrado de las revelaciones, entre el hedonismo y el estoicismo –intrusos inoportunos de la civilización-, entre la comunión y la confesión íntima, emerge de los poemas de un Paz ya maduro la lumbre de la intuición prodigiosa, verdadero aporte por lo demás a la discusión epistemológica de cara a los problemas de la estética, la historia y la sociología.
Salamandra (México, Joaquín Mortiz) es una edición de 1962 que recoge la poesía de Octavio Paz escrita entre 1958 y 1961. Se compone de cuatro poemarios: “Días hábiles” (del cual me extenderé más en este espacio), “Homenaje y profanaciones”, “Salamandra” y “Solo a dos voces”. Suficiente abundancia. Es notable cómo en tan sólo cien páginas pobladas de aves y vuelos, Octavio Paz va revelando los poderes concretos de la poesía y sus íntimos alcances. Recién fallecido Alfonso Reyes –figura central de las letras mexicanas en el primer medio siglo xx-, con este libro Paz gira hacia el centro de la constelación literaria e intelectual mexicana, lugar que ocupará durante décadas cruciales hasta su muerte, en 1998.
El poema que abre el libro se llama, justamente, “Entrada en materia”, en el que anuncia una poesía un poco más aérea, y musical también; las palabras se articularán de ahí en adelante con mayor libertad de juego y los versos serán más gráficos –un poco, no mucho- sobre la página. No será una revolución ni una renovación de su obra: será más bien una liberación de las exigencias intelectuales que el propio autor se había impuesto para decir lo que tenía que decir hasta componer su poema mayor “Piedra de sol”, en 1957. Salamandra es una continuación de su obra –con sus temas y preocupaciones expresivas-, pero más relajada y flexible, con la conciencia tranquila de que con La estación violenta (1957) culminó la elaboración de las coordenadas de su quehacer poético; con la conciencia, en suma, de que “ya pasó lo peor”, por decirlo así. Sus fraseos son más cortos y buscan un vuelo más amplio y ligero dentro del poema. Asoma incluso cierta gracia discreta no permitida anteriormente, como si anticipase la “rebelión de los sentidos” a punto de estallar en los sesentas. Y todo ello tocado por una grácil economía del uso de las palabras.
En ese sentido más musical de los textos, el primer poema aludido (“Entrada en materia”) posee la estructura de una suite; el tema es recorrido por el hálito romántico del autor: un paisaje urbano y nocturno que privilegia a la inspiración para saltar hacia la cumbre del tiempo interior. Varias piezas lo componen. Primera pieza: la noche eterna como telón de fondo ineludible: “Noche en los huesos / noche calavera / los reflectores palpan tus plazas secretas / el sagrario del cuerpo / el arca del espíritu”. Segunda pieza: el escenario citadino cuya magnificencia arredra y desafía: “(...) torres ceñudas con el miedo hasta el cuello / casas templos rotondas / tiempo petrificado”. Tercera pieza: el primer habitante-vigía de la noche hace su aparición con discreto sigilo sobre las altas azoteas: “Un gato cruza el puente de la luna / los carniceros se lavan las manos / en el agua de la luna”. Cuarta pieza: la evocación de la hora –verdadera “entrada en materia”- y sus trampas del lenguaje: “(...) ahora no es hora / es hora y no ahora / la hora se come al ahora”. Quinta pieza y finale: los demonios de la duración nocturna entran en la escena poética a carcomer los nombres: “La conciencia y sus pulpos escribanos / se sientan a mi mesa / el tribunal condena lo que escribo / el tribunal condena lo que callo (...)” Se abren de par en par las puertas del transcurrir; quien se interne detrás de ellas “podría decir todas las palabras” sin significar nada, pues:
No están las cosas en su sitio
no tienen sitio
No se mueven
y se mueven
echan alas
echan raíces
garras dientes
tienen ojos y uñas uñas uñas
El único vehículo posible para nombrar lo innombrable, callando, es el estado poético del hombre común. “Los nombres no son nombres / no dicen lo que dicen / Yo he de decir lo que dicen / ... / el sagrario del cuerpo / el arca del espíritu”.
Así, “Días hábiles” es un poemario excelso que investiga dos vías de acceso al tiempo-duración: 1) la fusión con el instante en la hora –donde el sujeto se diluye-, y 2) la contemplación de la presencia inmutable más allá de sus rotaciones –donde el sujeto, al apartarse para meditar, se descubre meditado. Dos negaciones de la subjetividad moderna, dos maneras de conocimiento, por tanto, que se abren a esta nuestra vieja historia en su caída.
Sin embargo, los veinte poemas que integran a “Días hábiles” son como las piedras sobresalientes de un riachuelo por atravesar. El poeta, aquí, salta con ligereza de una a otra. Algunas de esas piedras son muy pequeñas y no ofrecen suficiente apoyo; quien las pise debe ser raudo en su impulso y vivir la instantánea sensación de detenerse, congelado, en la moción ininterrumpida, como caminar descalzo sobre ardientes brasas. De esta naturaleza son poemas memorables como “Peatón”, “Pausa” (no por casualidad dedicado a la memoria de Pierre Reverdy, ese escritor de poemas que son sólidas piedras de río), “Disparo”, uno de mis favoritos en el que la palabra relincha y (a)salta sobre la conciencia dormida en forma de una “muchacha que en mitad de la vida / me depierta y me dice acuérdate”; también el ya citado arriba “Amistad”, “Certeza” y, desde luego, aquel titulado “Niña”. Todos breves trabajos maestros que constituyen distintas maneras de destrozar el tiempo. Poemas: trozos de tiempo.
Pero si el lector sigue los brincos del poeta, ¿hacia dónde lo llevan?, ¿qué hay al final de esa travesía?: “El mismo tiempo” –último poema de “Días hábiles”- parece ser la respuesta que se edita a sí misma. El mismo tiempo es un lugar donde invariablemente nos terminamos topando con un personaje desconcertante y, acaso, aterrador: un viejo sentado en una banca que “habla solo”... Y el poeta se pregunta:
Con quién hablamos al hablar a solas?
Olvidó su pasado
no tocará su futuro
No sabe quién es
Está vivo en mitad de la noche
habla para oírse
Ese viejo, “unimismado idéntico perpetuo” -figura peregrina que ha desplazado ya a la jovial fuente, al “chopo de agua” tan emblemático de la obra anterior de Paz-, nos mira (¿nos mira?) desde el fondo de su quietud y en alto contraste con nuestra agitada caída. Y al mirarnos con esa fijeza horrorosa e inexpresiva nos indica que es un ser que ya no fluye como el manantial del transcurrir, ni mucho menos corre frenético como el tren del tiempo; sólo está ahí, “vivo en mitad de la noche”, interrogando interrogado, siendo en su casi no-ser... Octavio Paz ha visto esa imagen del sentir de los tiempos: la vejez de la historia, aquella que comienza a negar –por su misma naturaleza senil- la idea del progreso indeclinable de la humanidad, y aquella también que se sorprende viva aún entre vagos recuerdos e imaginaciones verosímiles, entre anécdotas, instantes lúcidos e interrogaciones (“¡Qué extraño es saberse vivo!”). El viejo del banco es el tiempo perdido y, a la vez, el tiempo recobrado. El de los momentos que Octavio Paz dejó ir de sus manos, como cuando Vasconcelos le dijo: “Dedíquese a la filosofía / Vida no da / (pero) defiende de la muerte”, o cuando Ortega y Gasset le dio el ya famoso consejo: “Aprenda alemán / y póngase a pensar / olvide lo demás”. Pero también es el tiempo de las noches que el poeta recobra a través de los objetos: “... si no vuelven las horas vuelven las presencias / En esta vida hay otra vida / la higuera aquella volverá esta noche / esta noche regresan otras noches”.
Con “Días hábiles” se da respuesta en varios planos –filosófico, poético, histórico- a las preguntas que poemas pacianos de décadas anteriores se hacían. Sus flexiones y reflexiones sobre el tiempo (o mejor dicho: los tiempos) configuran una contestación dotada de oportunidad histórica: nos toca vivir este casi no-ser de nuestra civilización; no podemos huir de ella, tampoco aniquilarla; los oleajes revolucionarios también suspendieron su agitación. Podemos, en cambio, aquilatar lo que esta temporalidad nos ofrece a manos llenas: las virtudes de una vejez legítima, ganada a pulso.
A la pregunta nueva que se asoma entre las páginas de Salamandra: ¿cómo percibir y apreciar dichas virtudes?, parece responder otro poema mayor, en prodigioso diálogo de obras y constelaciones de imágenes e ideas. Se trata del relato poético “Noche en claro”, que refiere un encuentro memorable que tuvo Octavio Paz con André Bretón y Benjamín Péret por los años cincuenta en el solitario Café de Inglaterra, en la ciudad de París... “Algo se prepara”, dijo uno de ellos, y el tiempo se abrió como revelación, y por su enorme hoyanco se precipitaron los siglos:
Año de hueso
pila de años muertos y escupidos
estaciones violadas
siglo tallado en un aullido
pirámide de sangre
horas royendo el día el año el siglo el hueso
Hemos perdido todas las batallas
todos los días ganamos una
Poesía
Réplica de la decadencia y para la decadencia –el viejo del banco hablando a nadie y a sí mismo-; dictado no del escritor sino de su amante, la Ciudad Mujer, la giganta baudeleriana, la metrópolis que lo embelesa con su abrazo de piedra y fuego, monumento del tiempo final, escenario lluvioso que musita al oído los versos de un programa para los años venideros –que son los nuestros. Sí, seguiremos perdiendo todas las batallas bajo una ley de oro, de derrota en derrota, hasta admitir la hora de la poesía. No como refugio amargoso donde se fermente nuestra ruina moral, ni como consuelo frívolo del abatido que reza: “al menos me queda la palabra”. La poesía que se gesta en la prolongada posguerra que vivimos no es un residuo, sino el más distinguido prodigio de nuestra acción desastrosa. Al fracasar, poetizamos otra dimensión de lo real, inaugurándola; no se puede poetizar ahora sin esa experiencia infranqueable del hombre contemporáneo ante su declinación general y paulatina. Ante la imposibilidad del triunfo humanista, se extiende frente a nuestra mirada esa especie de tierra baldía, áspera y ruda que nos corresponde recorrer a pie, a puño y letra, por escrito, con la caligrafía personal que es inmune a la transcripción digital. Desafío de centurias que Octavio Paz señala y comienza a andar a solas, abriendo la angosta brecha de lo poético en “tiempos de miseria”, como dijera Heidegger.
En otras y definitivas palabras: Salamandra es una obra apoyada en tres poemas-vértice (“Entrada en materia”, “El mismo tiempo” y “Noche en claro”) que establecen el horizonte de la época de declinación histórica que ha comenzado. Con ellos, Octavio Paz intuye las tareas que les corresponde hacer a los poetas con un mínimo de sentido epocal. Y parafraseando y recomponiendo sus versos, podemos decir que: una vez perdidas todas las batallas, el poeta de nuestro tiempo es como aquel viejo que en mitad de la noche de la historia nos despierta y nos dice a todos: acuérdense.
(Ensayo publicado en la revista Fractal, no. 52.)
He descubierto, al releer estos poemas inmediatamente posteriores a Libertad bajo palabra (1957), que para Octavio Paz el llamado “instante eterno”, que concibió fenomenológicamente en su ensayo El arco y la lira (1956), es equivalente a su noción de la hora; también descubrí que si bien ésta –la hora- no goza precisamente de temporalidad lineal (pues la hora no es el conteo imparcial de sesenta minutos), sí posee en cambio duración.
La hora es, entonces, la expresión de la duración o, si se quiere, un tiempo cargado de ser y sus precipitaciones: un precipitado del ser. La hora dura lo que debe durar, y el ser poético que la habita no podría soportar mayor duración sin rondar la locura.
Un reloj da la hora
Ya es hora
no es hora
ahora es ahora
ya es hora de acabar con las horas (…)
En otras palabras, el instante eterno –la hora paciana- no es un tiempo interminable sino un lapso que tiene fondo, y de tan profundo todo cabe en él, todo ocurre y todo es posible. La hora dura. Es duradera. “No pesa el tiempo / es pesadumbre”. Pero la sincronía robusta de ese tiempo poético tiene a la vez conciencia del final indefectible; el poema en sí lo busca como necesidad de extinción, hasta llegar al verso último más allá del cual es inconcebible la reapertura del tiempo interior. Del mismo modo, una vez que se inicia esa forma del transcurrir, el presente –la presencia- se instala en forma total, e integra para sí las cosas del mundo sin posibilidad de pausa analítica alguna:
AMISTAD
Es la hora esperada
sobre la mesa cae
interminablemente
la cabellera de la lámpara
La noche vuelve inmensa la ventana
No hay nadie
La presencia sin nombre me rodea.
Si algo distingue a Salamandra es el bergsoniano tema de la duración. Si Henri Bergson –por cierto, Premio Nobel de Literatura 1927- hubiese escrito poemas en vez de ensayos filosóficos, su obra se parecería irresistiblemente a la del Nobel de Literatura 1990. Existe una afinidad interna, una simpatía estética y vital entrambos, cuando el filósofo francés propone:
Oigo el tañido de una campana. Dos posibilidades se presentan: puedo estar alerta (...) y contar uno a uno los campanazos para saber exactamente qué hora ha tocado; pero puedo también seguir la melodía de las campanadas, cuyo sonido se pierde en la lejanía para renovarse al nuevo golpe del nuevo campanazo. ¿Qué sucede en estas experiencias distintas? En la primera cuento una sucesión para percibir el tiempo; en la segunda vivo una serie matizada de sensaciones sin contarlas. En el primer caso pienso en el tiempo; en el segundo vivo la duración.
Y cuando el poeta mexicano escribe:
APREMIO
Corre y se demora en mi frente
lenta y se despeña en mi sangre
la hora pasa sin pasar
y en mí se esculpe y desvanece (…)
El día es breve y la hora inmensa
hora si mí yo con su pena
la hora pasa sin pasar
y en mí se fuga y se encadena
Hasta donde yo sé nadie ha subrayado esta cercanía intrínseca entre el vitalismo francés y la poética de Paz. Valdría la pena ensayar más a fondo sobre ello, no sin considerar también –entre otros- el libro de Gastón Bachelard: La intuición del instante, pequeña obra maestra escrita en los años treintas alrededor de los temas principales de Bergson: precisamente la duración y la intuición, ésta como supremo modo del conocimiento que funde -en vez de oponer- instinto e inteligencia, sincronía y diacronía. La intuición como vía privilegiada de acceso al tiempo subjetivo, como un acto cultural meritorio de Occidente, diferenciado de la meditación orientalista que tanto confunde a las extraviadas buenas conciencias de nuestra época.
Entre la ebriedad que rebasa los sentidos y el éxtasis sagrado de las revelaciones, entre el hedonismo y el estoicismo –intrusos inoportunos de la civilización-, entre la comunión y la confesión íntima, emerge de los poemas de un Paz ya maduro la lumbre de la intuición prodigiosa, verdadero aporte por lo demás a la discusión epistemológica de cara a los problemas de la estética, la historia y la sociología.
Salamandra (México, Joaquín Mortiz) es una edición de 1962 que recoge la poesía de Octavio Paz escrita entre 1958 y 1961. Se compone de cuatro poemarios: “Días hábiles” (del cual me extenderé más en este espacio), “Homenaje y profanaciones”, “Salamandra” y “Solo a dos voces”. Suficiente abundancia. Es notable cómo en tan sólo cien páginas pobladas de aves y vuelos, Octavio Paz va revelando los poderes concretos de la poesía y sus íntimos alcances. Recién fallecido Alfonso Reyes –figura central de las letras mexicanas en el primer medio siglo xx-, con este libro Paz gira hacia el centro de la constelación literaria e intelectual mexicana, lugar que ocupará durante décadas cruciales hasta su muerte, en 1998.
El poema que abre el libro se llama, justamente, “Entrada en materia”, en el que anuncia una poesía un poco más aérea, y musical también; las palabras se articularán de ahí en adelante con mayor libertad de juego y los versos serán más gráficos –un poco, no mucho- sobre la página. No será una revolución ni una renovación de su obra: será más bien una liberación de las exigencias intelectuales que el propio autor se había impuesto para decir lo que tenía que decir hasta componer su poema mayor “Piedra de sol”, en 1957. Salamandra es una continuación de su obra –con sus temas y preocupaciones expresivas-, pero más relajada y flexible, con la conciencia tranquila de que con La estación violenta (1957) culminó la elaboración de las coordenadas de su quehacer poético; con la conciencia, en suma, de que “ya pasó lo peor”, por decirlo así. Sus fraseos son más cortos y buscan un vuelo más amplio y ligero dentro del poema. Asoma incluso cierta gracia discreta no permitida anteriormente, como si anticipase la “rebelión de los sentidos” a punto de estallar en los sesentas. Y todo ello tocado por una grácil economía del uso de las palabras.
En ese sentido más musical de los textos, el primer poema aludido (“Entrada en materia”) posee la estructura de una suite; el tema es recorrido por el hálito romántico del autor: un paisaje urbano y nocturno que privilegia a la inspiración para saltar hacia la cumbre del tiempo interior. Varias piezas lo componen. Primera pieza: la noche eterna como telón de fondo ineludible: “Noche en los huesos / noche calavera / los reflectores palpan tus plazas secretas / el sagrario del cuerpo / el arca del espíritu”. Segunda pieza: el escenario citadino cuya magnificencia arredra y desafía: “(...) torres ceñudas con el miedo hasta el cuello / casas templos rotondas / tiempo petrificado”. Tercera pieza: el primer habitante-vigía de la noche hace su aparición con discreto sigilo sobre las altas azoteas: “Un gato cruza el puente de la luna / los carniceros se lavan las manos / en el agua de la luna”. Cuarta pieza: la evocación de la hora –verdadera “entrada en materia”- y sus trampas del lenguaje: “(...) ahora no es hora / es hora y no ahora / la hora se come al ahora”. Quinta pieza y finale: los demonios de la duración nocturna entran en la escena poética a carcomer los nombres: “La conciencia y sus pulpos escribanos / se sientan a mi mesa / el tribunal condena lo que escribo / el tribunal condena lo que callo (...)” Se abren de par en par las puertas del transcurrir; quien se interne detrás de ellas “podría decir todas las palabras” sin significar nada, pues:
No están las cosas en su sitio
no tienen sitio
No se mueven
y se mueven
echan alas
echan raíces
garras dientes
tienen ojos y uñas uñas uñas
El único vehículo posible para nombrar lo innombrable, callando, es el estado poético del hombre común. “Los nombres no son nombres / no dicen lo que dicen / Yo he de decir lo que dicen / ... / el sagrario del cuerpo / el arca del espíritu”.
Así, “Días hábiles” es un poemario excelso que investiga dos vías de acceso al tiempo-duración: 1) la fusión con el instante en la hora –donde el sujeto se diluye-, y 2) la contemplación de la presencia inmutable más allá de sus rotaciones –donde el sujeto, al apartarse para meditar, se descubre meditado. Dos negaciones de la subjetividad moderna, dos maneras de conocimiento, por tanto, que se abren a esta nuestra vieja historia en su caída.
Sin embargo, los veinte poemas que integran a “Días hábiles” son como las piedras sobresalientes de un riachuelo por atravesar. El poeta, aquí, salta con ligereza de una a otra. Algunas de esas piedras son muy pequeñas y no ofrecen suficiente apoyo; quien las pise debe ser raudo en su impulso y vivir la instantánea sensación de detenerse, congelado, en la moción ininterrumpida, como caminar descalzo sobre ardientes brasas. De esta naturaleza son poemas memorables como “Peatón”, “Pausa” (no por casualidad dedicado a la memoria de Pierre Reverdy, ese escritor de poemas que son sólidas piedras de río), “Disparo”, uno de mis favoritos en el que la palabra relincha y (a)salta sobre la conciencia dormida en forma de una “muchacha que en mitad de la vida / me depierta y me dice acuérdate”; también el ya citado arriba “Amistad”, “Certeza” y, desde luego, aquel titulado “Niña”. Todos breves trabajos maestros que constituyen distintas maneras de destrozar el tiempo. Poemas: trozos de tiempo.
Pero si el lector sigue los brincos del poeta, ¿hacia dónde lo llevan?, ¿qué hay al final de esa travesía?: “El mismo tiempo” –último poema de “Días hábiles”- parece ser la respuesta que se edita a sí misma. El mismo tiempo es un lugar donde invariablemente nos terminamos topando con un personaje desconcertante y, acaso, aterrador: un viejo sentado en una banca que “habla solo”... Y el poeta se pregunta:
Con quién hablamos al hablar a solas?
Olvidó su pasado
no tocará su futuro
No sabe quién es
Está vivo en mitad de la noche
habla para oírse
Ese viejo, “unimismado idéntico perpetuo” -figura peregrina que ha desplazado ya a la jovial fuente, al “chopo de agua” tan emblemático de la obra anterior de Paz-, nos mira (¿nos mira?) desde el fondo de su quietud y en alto contraste con nuestra agitada caída. Y al mirarnos con esa fijeza horrorosa e inexpresiva nos indica que es un ser que ya no fluye como el manantial del transcurrir, ni mucho menos corre frenético como el tren del tiempo; sólo está ahí, “vivo en mitad de la noche”, interrogando interrogado, siendo en su casi no-ser... Octavio Paz ha visto esa imagen del sentir de los tiempos: la vejez de la historia, aquella que comienza a negar –por su misma naturaleza senil- la idea del progreso indeclinable de la humanidad, y aquella también que se sorprende viva aún entre vagos recuerdos e imaginaciones verosímiles, entre anécdotas, instantes lúcidos e interrogaciones (“¡Qué extraño es saberse vivo!”). El viejo del banco es el tiempo perdido y, a la vez, el tiempo recobrado. El de los momentos que Octavio Paz dejó ir de sus manos, como cuando Vasconcelos le dijo: “Dedíquese a la filosofía / Vida no da / (pero) defiende de la muerte”, o cuando Ortega y Gasset le dio el ya famoso consejo: “Aprenda alemán / y póngase a pensar / olvide lo demás”. Pero también es el tiempo de las noches que el poeta recobra a través de los objetos: “... si no vuelven las horas vuelven las presencias / En esta vida hay otra vida / la higuera aquella volverá esta noche / esta noche regresan otras noches”.
Con “Días hábiles” se da respuesta en varios planos –filosófico, poético, histórico- a las preguntas que poemas pacianos de décadas anteriores se hacían. Sus flexiones y reflexiones sobre el tiempo (o mejor dicho: los tiempos) configuran una contestación dotada de oportunidad histórica: nos toca vivir este casi no-ser de nuestra civilización; no podemos huir de ella, tampoco aniquilarla; los oleajes revolucionarios también suspendieron su agitación. Podemos, en cambio, aquilatar lo que esta temporalidad nos ofrece a manos llenas: las virtudes de una vejez legítima, ganada a pulso.
A la pregunta nueva que se asoma entre las páginas de Salamandra: ¿cómo percibir y apreciar dichas virtudes?, parece responder otro poema mayor, en prodigioso diálogo de obras y constelaciones de imágenes e ideas. Se trata del relato poético “Noche en claro”, que refiere un encuentro memorable que tuvo Octavio Paz con André Bretón y Benjamín Péret por los años cincuenta en el solitario Café de Inglaterra, en la ciudad de París... “Algo se prepara”, dijo uno de ellos, y el tiempo se abrió como revelación, y por su enorme hoyanco se precipitaron los siglos:
Año de hueso
pila de años muertos y escupidos
estaciones violadas
siglo tallado en un aullido
pirámide de sangre
horas royendo el día el año el siglo el hueso
Hemos perdido todas las batallas
todos los días ganamos una
Poesía
Réplica de la decadencia y para la decadencia –el viejo del banco hablando a nadie y a sí mismo-; dictado no del escritor sino de su amante, la Ciudad Mujer, la giganta baudeleriana, la metrópolis que lo embelesa con su abrazo de piedra y fuego, monumento del tiempo final, escenario lluvioso que musita al oído los versos de un programa para los años venideros –que son los nuestros. Sí, seguiremos perdiendo todas las batallas bajo una ley de oro, de derrota en derrota, hasta admitir la hora de la poesía. No como refugio amargoso donde se fermente nuestra ruina moral, ni como consuelo frívolo del abatido que reza: “al menos me queda la palabra”. La poesía que se gesta en la prolongada posguerra que vivimos no es un residuo, sino el más distinguido prodigio de nuestra acción desastrosa. Al fracasar, poetizamos otra dimensión de lo real, inaugurándola; no se puede poetizar ahora sin esa experiencia infranqueable del hombre contemporáneo ante su declinación general y paulatina. Ante la imposibilidad del triunfo humanista, se extiende frente a nuestra mirada esa especie de tierra baldía, áspera y ruda que nos corresponde recorrer a pie, a puño y letra, por escrito, con la caligrafía personal que es inmune a la transcripción digital. Desafío de centurias que Octavio Paz señala y comienza a andar a solas, abriendo la angosta brecha de lo poético en “tiempos de miseria”, como dijera Heidegger.
En otras y definitivas palabras: Salamandra es una obra apoyada en tres poemas-vértice (“Entrada en materia”, “El mismo tiempo” y “Noche en claro”) que establecen el horizonte de la época de declinación histórica que ha comenzado. Con ellos, Octavio Paz intuye las tareas que les corresponde hacer a los poetas con un mínimo de sentido epocal. Y parafraseando y recomponiendo sus versos, podemos decir que: una vez perdidas todas las batallas, el poeta de nuestro tiempo es como aquel viejo que en mitad de la noche de la historia nos despierta y nos dice a todos: acuérdense.
(Ensayo publicado en la revista Fractal, no. 52.)
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