Alejandro Rozado
Yo no daría la vida por mi vida: es otra mi verdadera historia.
OCTAVIO PAZ
el ritmo
No creo exagerar si afirmo que Octavio Paz fue poeta de un solo poema; uno solo, escrito, re-escrito, de ida y vuelta, cayendo infinitud de veces en el mismo paraje blanco de la mesa de trabajo. Cada empeño corrige al anterior; y al hacerlo, reduce el texto.
Esta brevedad, sin embargo, prolonga al mismo tiempo la pregunta poética. La página permanece vacía; la palabra, ausente: página-espejo de absolutamente nada hacia la cual el poeta zarpa. Y no hay remedio: ese poema es un largo viaje sin arribo, hundimiento fatal que describe las curvas del acertijo del ser, enorme esfuerzo por lanzar el buque a las aguas que se secarán a medio camino.
Y así, como describe en su libro El mono gramático, una y otra vez, el poeta reanuda el mismo viaje, con el mismo enigma a lo lejos; de pronto, detenerse, voltear la mirada hacia atrás, y ya estamos en otro lugar, encaminados a empezar de nuevo otra senda incierta. Cosas del ser cuyo sentido está en dejar de ser y que nunca termina de ser.
Escritor cíclico que al repetirse enriquecía su obra (su poema), Paz estaba cierto que “el mundo cabe / en diecisiete sílabas”, del mismo modo que su poética total se agrupa en escasos seis o siete libros a lo largo de más de medio siglo dedicado a la palabra, sus misterios y magias. Mientras menos palabras, más mundo. Esta visión tan singular como unitaria del quehacer del poeta posee un resorte privilegiado que activa su creación artística, inseparable de su propia acción vital –rasgo, por lo demás, común a la mayoría de los poetas y músicos considerados como “modernos”--. Se trata del uso romántico del tiempo como traducción metafórica del inexpugnable ritmo del universo. El ritmo es tiempo puro, la manera en que el tiempo es: vibración concéntrica que las palabras adoptan para dirigirse hacia algo; evocación de ese algo convertida en convocación de lo inesperado, de una nueva realidad, la otra realidad, aquella que nos constituye como seres recónditos. Una realidad al margen y que, sin embargo, habita en el centro de nuestra existencia, en lo más profundo: en el ritmo. Un movimiento conciso que cae hacia el centro. La otra realidad es el envés de la que niega; con ella dialogamos aquí, en este instante, en silencio, a solas o entre el tumulto, al menor pretexto y, a menudo, sin enterarnos.
Discreta compañía, la otredad sin rostro ni trayectoria precisas es el nombre del vasto mundo interior que crece, se ramifica y da frutos: Árbol adentro, como el título del último libro de poemas que Paz publicó. Pero este árbol no es una existencia continua y autosuficiente del “exterior”; más bien es una planta sin raíces; crece a diario, y a diario muere sin madurar del todo, como el eterno viaje inconcluso. Para ser precisos, la otra realidad del poeta no está adentro ni afuera; está aquí, en el ritmo, en ese tiempo cargado de presente, en ese árbol cargado de tiempo.
Como dice el epígrafe de este ensayo, es otra la verdadera vida de Paz: su gran poema. No la vida cotidiana punteada de coseidades, sino el encantamiento que esas mismas cosas adquieren por la fuerza del proferir. Proferir, nombrar los objetos, bautizarlos, es decir, crearlos. Si Dios creó al mundo, lo hizo profiriéndolo, y cada poeta es dios de ese mundo al volverlo a nombrar. La poesía “No es un decir / es un hacer. / Es un hacer que es un decir” (Salamandra).
fenomenología de lo poético
Pero este hacer de Octavio Paz no es un verbo activo sino, por decirlo provisionalmente, pasivo. El demiurgo moderno de sí mismo rechaza el voluntarismo febril del progreso; con cautela, prefiere adoptar una actitud más desconfiada, conservarse sentado en su sillón, inmóvil, atento al ruido ajeno en espera de que algo sobrevenga. Y lo que viene es el acto creador: una nada fácil conjugación singular de fuerza y destino. Hace más de dos siglos, en los albores de la modernidad que nos dominaría, Novalis ya concebía que el poeta “no hace, pero hace que se pueda hacer”. Crear es, pues, de algún modo, quedarse quieto, dejar que el silencio hable y ocupe las habitaciones; el episodio siguiente es desconocido pero se va abriendo paso lúcidamente a ciegas –si se permite la expresión-; las palabras comienzan a despeñarse desde el vacío y circulan en extraño pulso bajo el brazo del poeta que escribe.
Se trata en verdad de un salto, un desprendimiento de sí que es al mismo tiempo una conversión. El sujeto, ese héroe invicto de la modernidad, se desvanece ahora sin presentar combate: El hombre libre y creador se vuelve obediente de su propia otredad de mil rostros, sumiso involuntario de un signo del deseo, de la inasible sustancia poética, del tiempo que nace en este preciso momento, del espacio abierto como una aparición. En el breve poema titulado “Hermandad”, de Árbol adentro, dedicado al astrónomo griego Ptolomeo, el poeta se convierte y es convertido:
crítica poética
Esa conciencia de la energía poética que habita en el más común de los mortales, no como privilegio inalienable de unos cuantos agraciados sino como circunstancia sociológica del tipo: yo soy yo en virtud de que existes tú, por tanto, como soy gracias a ti, yo también soy tú, mi entrañable otredad; esa conciencia poética, digo, no tendría el menor interés para nosotros si sólo fuera en Octavio Paz un exquisito recurso intelectual para consolarse ante la deshumanización de la vida contemporánea. Pero la poesía no es consuelo ni entretenimiento. Por el contrario, Paz fue un escritor que dedicó la vida a construir con su pluma un género muy particular de crítica social –absolutamente inseparable de su poesía- que apunta contra el progreso: ese gigantesco proyecto social que todos lamentamos y padecemos sin dejar de creer en él, ese modelo que empeña el presente para el nunca jamás y que confunde modernidad con modernización, ser modernos con estar modernizados. Su desconcertante criticismo, responsable de tantas agruras políticas, no estribó en ser de izquierda o derecha, sino en hacer con la poesía un tipo de crítica moral dirigida al corazón de Occidente, al subsuelo de nuestra inocente pero irrenunciable confianza en el tiempo cronológico que apunta hacia el futuro, ese hijo predilecto de las filosofías del progreso.
Si la opinión de Octavio Paz fue tan escuchada y leída por diversos círculos sociales, y su capacidad de audiencia fue un caso insólito en la historia intelectual de este país, no se debió sólo a su indudable calidad literaria –ya que, después de todo, ha habido tan buenos poetas mexicanos o, incluso, mejores que él-, sino más bien a un sui generis prestigio moral que obedecía a un mecanismo inexplicable pero cierto: el rigor poético que estructuró su pensamiento histórico-crítico.
En otras palabras, Paz hizo de la poesía un asunto de ética individual: la convirtió en una forma central de conocimiento que comparte (y a veces disputa) con la ciencia, la política y la religión amplios rangos de veracidad. La poesía deja de ser colección de poemas para transformarse en verdad social, acción vital, hecho de conciencia: una forma de vivir y una forma de morir: “Fusión de la pasión privada y la pasión pública, continuo flujo y reflujo entre lo maravilloso y lo cotidiano, el acto vivido como una representación estética, conjunción de la acción y su celebración… Experiencia de la verdadera conversión: no únicamente un cambio de ideas sino de sensibilidad; más que un cambio de ser, un volver a ser…” (Conjunciones y disyunciones, 1969).
Volver a ser: conversión que es salvación, quizá el último recurso político del hombre. Si la sociedad contemporánea cabalga jubilosa sobre caminos de huesos hacia el progreso, si hemos construido “libremente” el calabozo y los grilletes de nuestra conciencia, tal vez la única opción de esta maltrecha modernidad que caduca sea la poesía; no el “buen” valor artístico que nos consuele, sino la ineludible y radical forma de representar la experiencia humana, de sacudir la dignidad del individuo domesticado por la comunicación en plena barbarie civilizatoria. “Hemos perdido todas las batallas / todos los días ganamos una / Poesía” (Salamandra, 1962). Aquí gravita el peso específico de la obra de Paz.
poesía y decadencia
Vislumbrar en cada derrota un pequeño pero significativo avance poético rebasa, insisto, la consolación; intenta, en cambio, la conciliación con el mundo, la fusión de la vida con la poesía.
La gran fascinación de Paz surgió desde que empezó a componer poemas: “(…) ¿no sería mejor transformar la vida en poesía que hacer poesía con la vida?; y la poesía ¿no puede tener como objeto propio, más que la creación de poemas, la de instantes poéticos? ¿Será posible una comunión universal en la poesía?” (El arco y la lira, 1956). Puede decirse que su obra entera gira alrededor de esta temprana pregunta. Los movimientos sociales de Occidente en los años sesenta aportaron a sus reflexiones nuevos motivos para afirmar la convergencia entre vida y poesía; en particular, lo motivaron para asociar a éstas con el gran movimiento romántico europeo de principios del siglo XIX. En ambos casos, Paz distingue el mismo fuego que aspira a fundir pasión con realidad histórica: el estallido de los sentidos frente a la opresión de la racionalidad occidental. Quizá éste sea el programa social más utópico de cuantos han existido: hacer de cada momento histórico cargado de particularidades un instante absoluto, el tiempo tensado al máximo. La rebelión de los sentidos y su sed de absoluto.
La poesía sería, entonces, el pivote de esta nueva (¿nueva?) utopía. La única manera que tendría el hombre de existir sería mediante presencias, es decir, encarnando en la historia concreta; su condición temporal sería la del hoy, el ahora, un extraño fluir del tiempo que volvería imposible la percepción del pasado o del futuro: pues el poema es, en estricto sentido, un eterno presente. La experiencia poética hace del tiempo no una medición sino una duración, un tiempo vivo e indivisible en minutos o segundos. Los sentidos estallan deseosos de vida y detienen la sucesión temporal; el poeta vive o revive esa pausa de la existencia henchida de significado e intenta palpar el mundo sólo para asombrarse de su insospechada irrealidad. En la búsqueda de lo tangible, los sentidos desembocan en la abolición de la realidad aparente; suspender el tiempo lineal es disolver los objetos reales: “Todo es visible y todo es elusivo, / todo está cerca y todo es intocable. / Los papeles, el libro, el vaso, el lápiz / reposan a la sombra de sus nombres” (Árbol adentro, 1989). La realidad pierde consistencia: “…todo está lejos, los muros son enormes / está a millas de distancia el vaso de agua, tardaré mil años en recorrer mi cuarto / qué sonido remoto tiene la palabra vida, no estoy aquí, no hay aquí… / aquí es ninguna parte” (La estación violenta, 1957). Como los místicos, Octavio Paz buscó su realidad aboliéndola. Una presencia sin nombre envuelve al poeta, no es Dios ni la Razón, es Uno mismo que se re-conoce y acaricia el cabello, es “aquella muchacha que en la mitad de la vida / me despierta y me dice acuérdate”. Abolir el mundo no es huir de él sino verlo de otra manera, re-visarlo con ojos fascinados, con esa mirada aparentemente desinvolucrada que acepta sin dificultad a los opuestos; tal vez no lo perfeccione pero intenta hacerlo más habitable; en busca de la posibilidad moral de vivir aceptando al otro, sin importar que se pierdan las batallas. Uno de los méritos del pensamiento de Paz fue subrayar la poética de esa realidad que nos concierne.
Lamentablemente, Paz se equivocó. Su percepción poética acerca del momento histórico que aún vivimos -la llamada por él mismo “crisis de la modernidad”- fue demasiado romántica y demasiado sesentiochesca. La exaltación del presente como la última rotación esperanzadora de los signos del mundo moderno resultó ser, a la postre, un gran desatino. La idea del presente, tierna y vulnerable, fue intervenida –después de los 60’s- por el poder pegajoso y telarañesco del mercado y transformada sin escrúpulos en un producto cocacolero. El principio del placer que reivindicó esa formidable crítica poética del progreso devino en un falso hedonismo en manos de la industria de la publicidad. En vez de una reconciliación con el mundo, el valor del tiempo presente desfondó la existencia humana en un extravío totalmente autocomplacido que, por cierto, se ha encargado de limar el filo crítico al pensamiento revolucionario, al arte contemporáneo, al ambientalismo rescatista e, incluso, a las ventajas de una vida democrática.
Quizá el error de Octavio Paz fue negarse, en el último momento, a encarar al presente como el signo inequívoco de la muerte de nuestra civilización. Aunque la sugirió en varias ocasiones, el entusiasmo político de los 60’s y la caída posterior de los regímenes totalitarios del comunismo en los 80’s, obnubilaron su prodigiosa percepción. Sin el aliciente del futuro, la cultura occidental se ha convertido en una entidad histórica desvirtuada. La última apuesta verdaderamente seria y sincera por el porvenir fue el socialismo; al fracasar éste, lo único que ha quedado al final de esta cultura iniciada hace mil años es la perspectiva de su acabamiento. La poesía, como una forma de vida, tendrá que ir hasta el final; deberá atreverse a cruzar la línea del horror y mirar de frente el rostro enigmático de la muerte occidental.
Yo no daría la vida por mi vida: es otra mi verdadera historia.
OCTAVIO PAZ
el ritmo
No creo exagerar si afirmo que Octavio Paz fue poeta de un solo poema; uno solo, escrito, re-escrito, de ida y vuelta, cayendo infinitud de veces en el mismo paraje blanco de la mesa de trabajo. Cada empeño corrige al anterior; y al hacerlo, reduce el texto.
Esta brevedad, sin embargo, prolonga al mismo tiempo la pregunta poética. La página permanece vacía; la palabra, ausente: página-espejo de absolutamente nada hacia la cual el poeta zarpa. Y no hay remedio: ese poema es un largo viaje sin arribo, hundimiento fatal que describe las curvas del acertijo del ser, enorme esfuerzo por lanzar el buque a las aguas que se secarán a medio camino.
Y así, como describe en su libro El mono gramático, una y otra vez, el poeta reanuda el mismo viaje, con el mismo enigma a lo lejos; de pronto, detenerse, voltear la mirada hacia atrás, y ya estamos en otro lugar, encaminados a empezar de nuevo otra senda incierta. Cosas del ser cuyo sentido está en dejar de ser y que nunca termina de ser.
Escritor cíclico que al repetirse enriquecía su obra (su poema), Paz estaba cierto que “el mundo cabe / en diecisiete sílabas”, del mismo modo que su poética total se agrupa en escasos seis o siete libros a lo largo de más de medio siglo dedicado a la palabra, sus misterios y magias. Mientras menos palabras, más mundo. Esta visión tan singular como unitaria del quehacer del poeta posee un resorte privilegiado que activa su creación artística, inseparable de su propia acción vital –rasgo, por lo demás, común a la mayoría de los poetas y músicos considerados como “modernos”--. Se trata del uso romántico del tiempo como traducción metafórica del inexpugnable ritmo del universo. El ritmo es tiempo puro, la manera en que el tiempo es: vibración concéntrica que las palabras adoptan para dirigirse hacia algo; evocación de ese algo convertida en convocación de lo inesperado, de una nueva realidad, la otra realidad, aquella que nos constituye como seres recónditos. Una realidad al margen y que, sin embargo, habita en el centro de nuestra existencia, en lo más profundo: en el ritmo. Un movimiento conciso que cae hacia el centro. La otra realidad es el envés de la que niega; con ella dialogamos aquí, en este instante, en silencio, a solas o entre el tumulto, al menor pretexto y, a menudo, sin enterarnos.
Discreta compañía, la otredad sin rostro ni trayectoria precisas es el nombre del vasto mundo interior que crece, se ramifica y da frutos: Árbol adentro, como el título del último libro de poemas que Paz publicó. Pero este árbol no es una existencia continua y autosuficiente del “exterior”; más bien es una planta sin raíces; crece a diario, y a diario muere sin madurar del todo, como el eterno viaje inconcluso. Para ser precisos, la otra realidad del poeta no está adentro ni afuera; está aquí, en el ritmo, en ese tiempo cargado de presente, en ese árbol cargado de tiempo.
Como dice el epígrafe de este ensayo, es otra la verdadera vida de Paz: su gran poema. No la vida cotidiana punteada de coseidades, sino el encantamiento que esas mismas cosas adquieren por la fuerza del proferir. Proferir, nombrar los objetos, bautizarlos, es decir, crearlos. Si Dios creó al mundo, lo hizo profiriéndolo, y cada poeta es dios de ese mundo al volverlo a nombrar. La poesía “No es un decir / es un hacer. / Es un hacer que es un decir” (Salamandra).
fenomenología de lo poético
Pero este hacer de Octavio Paz no es un verbo activo sino, por decirlo provisionalmente, pasivo. El demiurgo moderno de sí mismo rechaza el voluntarismo febril del progreso; con cautela, prefiere adoptar una actitud más desconfiada, conservarse sentado en su sillón, inmóvil, atento al ruido ajeno en espera de que algo sobrevenga. Y lo que viene es el acto creador: una nada fácil conjugación singular de fuerza y destino. Hace más de dos siglos, en los albores de la modernidad que nos dominaría, Novalis ya concebía que el poeta “no hace, pero hace que se pueda hacer”. Crear es, pues, de algún modo, quedarse quieto, dejar que el silencio hable y ocupe las habitaciones; el episodio siguiente es desconocido pero se va abriendo paso lúcidamente a ciegas –si se permite la expresión-; las palabras comienzan a despeñarse desde el vacío y circulan en extraño pulso bajo el brazo del poeta que escribe.
Se trata en verdad de un salto, un desprendimiento de sí que es al mismo tiempo una conversión. El sujeto, ese héroe invicto de la modernidad, se desvanece ahora sin presentar combate: El hombre libre y creador se vuelve obediente de su propia otredad de mil rostros, sumiso involuntario de un signo del deseo, de la inasible sustancia poética, del tiempo que nace en este preciso momento, del espacio abierto como una aparición. En el breve poema titulado “Hermandad”, de Árbol adentro, dedicado al astrónomo griego Ptolomeo, el poeta se convierte y es convertido:
Soy hombre: duro pocoSi comúnmente hemos creído que los hombres suelen comunicarse ideas y sentimientos entre sí a través de la poesía, Paz invierte los términos: no hay sujetos autónomos, la realidad “exterior” no es un mero pretexto para plasmar el mundo que llevamos “adentro”. Cada cual es un nosotros revelado, y es la poesía la que se comunica consigo misma por intermediación de los hombres: “alguien me deletrea”. El hombre es dios de sí mismo y célula poética; se esmera en descubrir su propia sustancia creyendo que ésta habita, encendida, en sus entrañas como una piedra preciosa. Pero por el menor de los motivos dicha sustancia se deja ver, exhibe y asolea entre los ciudadanos. En realidad, siempre está ahí, la llevamos puesta alrededor del cuello sin saberlo. En su prodigioso libro Salamandra (1962), Octavio Paz tuvo uno de sus más caros hallazgos, el perdido peatón de la ciudad: “Iba entre el gentío / … / pensando en sus cosas. / El rojo lo detuvo. / Miró hacia arriba: / sobre las grises azoteas, plateado / entre los pardos pájaros, / un pescado volaba. / Cambió el semáforo hacia el verde. / Se preguntó al cruzar la calle / en qué estaba pensando.” Aquel distraído peatón que almuerza sus adentros diarios estalla de repente en un fragmento del ritmo inconmensurable del universo, ritmo del cual tenemos una vaga idea cuando volteamos hacia arriba, a la nada.
y es enorme la noche.
Pero miro hacia arriba:
las estrellas escriben.
Sin entender comprendo:
también soy escritura
y en este mismo instante
alguien me deletrea.
crítica poética
Esa conciencia de la energía poética que habita en el más común de los mortales, no como privilegio inalienable de unos cuantos agraciados sino como circunstancia sociológica del tipo: yo soy yo en virtud de que existes tú, por tanto, como soy gracias a ti, yo también soy tú, mi entrañable otredad; esa conciencia poética, digo, no tendría el menor interés para nosotros si sólo fuera en Octavio Paz un exquisito recurso intelectual para consolarse ante la deshumanización de la vida contemporánea. Pero la poesía no es consuelo ni entretenimiento. Por el contrario, Paz fue un escritor que dedicó la vida a construir con su pluma un género muy particular de crítica social –absolutamente inseparable de su poesía- que apunta contra el progreso: ese gigantesco proyecto social que todos lamentamos y padecemos sin dejar de creer en él, ese modelo que empeña el presente para el nunca jamás y que confunde modernidad con modernización, ser modernos con estar modernizados. Su desconcertante criticismo, responsable de tantas agruras políticas, no estribó en ser de izquierda o derecha, sino en hacer con la poesía un tipo de crítica moral dirigida al corazón de Occidente, al subsuelo de nuestra inocente pero irrenunciable confianza en el tiempo cronológico que apunta hacia el futuro, ese hijo predilecto de las filosofías del progreso.
Si la opinión de Octavio Paz fue tan escuchada y leída por diversos círculos sociales, y su capacidad de audiencia fue un caso insólito en la historia intelectual de este país, no se debió sólo a su indudable calidad literaria –ya que, después de todo, ha habido tan buenos poetas mexicanos o, incluso, mejores que él-, sino más bien a un sui generis prestigio moral que obedecía a un mecanismo inexplicable pero cierto: el rigor poético que estructuró su pensamiento histórico-crítico.
En otras palabras, Paz hizo de la poesía un asunto de ética individual: la convirtió en una forma central de conocimiento que comparte (y a veces disputa) con la ciencia, la política y la religión amplios rangos de veracidad. La poesía deja de ser colección de poemas para transformarse en verdad social, acción vital, hecho de conciencia: una forma de vivir y una forma de morir: “Fusión de la pasión privada y la pasión pública, continuo flujo y reflujo entre lo maravilloso y lo cotidiano, el acto vivido como una representación estética, conjunción de la acción y su celebración… Experiencia de la verdadera conversión: no únicamente un cambio de ideas sino de sensibilidad; más que un cambio de ser, un volver a ser…” (Conjunciones y disyunciones, 1969).
Volver a ser: conversión que es salvación, quizá el último recurso político del hombre. Si la sociedad contemporánea cabalga jubilosa sobre caminos de huesos hacia el progreso, si hemos construido “libremente” el calabozo y los grilletes de nuestra conciencia, tal vez la única opción de esta maltrecha modernidad que caduca sea la poesía; no el “buen” valor artístico que nos consuele, sino la ineludible y radical forma de representar la experiencia humana, de sacudir la dignidad del individuo domesticado por la comunicación en plena barbarie civilizatoria. “Hemos perdido todas las batallas / todos los días ganamos una / Poesía” (Salamandra, 1962). Aquí gravita el peso específico de la obra de Paz.
poesía y decadencia
Vislumbrar en cada derrota un pequeño pero significativo avance poético rebasa, insisto, la consolación; intenta, en cambio, la conciliación con el mundo, la fusión de la vida con la poesía.
La gran fascinación de Paz surgió desde que empezó a componer poemas: “(…) ¿no sería mejor transformar la vida en poesía que hacer poesía con la vida?; y la poesía ¿no puede tener como objeto propio, más que la creación de poemas, la de instantes poéticos? ¿Será posible una comunión universal en la poesía?” (El arco y la lira, 1956). Puede decirse que su obra entera gira alrededor de esta temprana pregunta. Los movimientos sociales de Occidente en los años sesenta aportaron a sus reflexiones nuevos motivos para afirmar la convergencia entre vida y poesía; en particular, lo motivaron para asociar a éstas con el gran movimiento romántico europeo de principios del siglo XIX. En ambos casos, Paz distingue el mismo fuego que aspira a fundir pasión con realidad histórica: el estallido de los sentidos frente a la opresión de la racionalidad occidental. Quizá éste sea el programa social más utópico de cuantos han existido: hacer de cada momento histórico cargado de particularidades un instante absoluto, el tiempo tensado al máximo. La rebelión de los sentidos y su sed de absoluto.
La poesía sería, entonces, el pivote de esta nueva (¿nueva?) utopía. La única manera que tendría el hombre de existir sería mediante presencias, es decir, encarnando en la historia concreta; su condición temporal sería la del hoy, el ahora, un extraño fluir del tiempo que volvería imposible la percepción del pasado o del futuro: pues el poema es, en estricto sentido, un eterno presente. La experiencia poética hace del tiempo no una medición sino una duración, un tiempo vivo e indivisible en minutos o segundos. Los sentidos estallan deseosos de vida y detienen la sucesión temporal; el poeta vive o revive esa pausa de la existencia henchida de significado e intenta palpar el mundo sólo para asombrarse de su insospechada irrealidad. En la búsqueda de lo tangible, los sentidos desembocan en la abolición de la realidad aparente; suspender el tiempo lineal es disolver los objetos reales: “Todo es visible y todo es elusivo, / todo está cerca y todo es intocable. / Los papeles, el libro, el vaso, el lápiz / reposan a la sombra de sus nombres” (Árbol adentro, 1989). La realidad pierde consistencia: “…todo está lejos, los muros son enormes / está a millas de distancia el vaso de agua, tardaré mil años en recorrer mi cuarto / qué sonido remoto tiene la palabra vida, no estoy aquí, no hay aquí… / aquí es ninguna parte” (La estación violenta, 1957). Como los místicos, Octavio Paz buscó su realidad aboliéndola. Una presencia sin nombre envuelve al poeta, no es Dios ni la Razón, es Uno mismo que se re-conoce y acaricia el cabello, es “aquella muchacha que en la mitad de la vida / me despierta y me dice acuérdate”. Abolir el mundo no es huir de él sino verlo de otra manera, re-visarlo con ojos fascinados, con esa mirada aparentemente desinvolucrada que acepta sin dificultad a los opuestos; tal vez no lo perfeccione pero intenta hacerlo más habitable; en busca de la posibilidad moral de vivir aceptando al otro, sin importar que se pierdan las batallas. Uno de los méritos del pensamiento de Paz fue subrayar la poética de esa realidad que nos concierne.
Lamentablemente, Paz se equivocó. Su percepción poética acerca del momento histórico que aún vivimos -la llamada por él mismo “crisis de la modernidad”- fue demasiado romántica y demasiado sesentiochesca. La exaltación del presente como la última rotación esperanzadora de los signos del mundo moderno resultó ser, a la postre, un gran desatino. La idea del presente, tierna y vulnerable, fue intervenida –después de los 60’s- por el poder pegajoso y telarañesco del mercado y transformada sin escrúpulos en un producto cocacolero. El principio del placer que reivindicó esa formidable crítica poética del progreso devino en un falso hedonismo en manos de la industria de la publicidad. En vez de una reconciliación con el mundo, el valor del tiempo presente desfondó la existencia humana en un extravío totalmente autocomplacido que, por cierto, se ha encargado de limar el filo crítico al pensamiento revolucionario, al arte contemporáneo, al ambientalismo rescatista e, incluso, a las ventajas de una vida democrática.
Quizá el error de Octavio Paz fue negarse, en el último momento, a encarar al presente como el signo inequívoco de la muerte de nuestra civilización. Aunque la sugirió en varias ocasiones, el entusiasmo político de los 60’s y la caída posterior de los regímenes totalitarios del comunismo en los 80’s, obnubilaron su prodigiosa percepción. Sin el aliciente del futuro, la cultura occidental se ha convertido en una entidad histórica desvirtuada. La última apuesta verdaderamente seria y sincera por el porvenir fue el socialismo; al fracasar éste, lo único que ha quedado al final de esta cultura iniciada hace mil años es la perspectiva de su acabamiento. La poesía, como una forma de vida, tendrá que ir hasta el final; deberá atreverse a cruzar la línea del horror y mirar de frente el rostro enigmático de la muerte occidental.
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