Alejandro Rozado
- Temporada de patos, de Fernando Eimbcke (México, 2004), con Enrique Arreola y Danny Perea.
Lo primero que puedo decir es que me parece una película de texturas otoñales, en una ciudad de México que ha llegado ya a su techo histórico, bajo una luz mortecina y hermosa, matizada por la excelencia de un plafón envolvente hecho de nubes, esmog y edificios magistralmente grises. Los primeros planos, que son una sucesión de encuadres aproximativos de un trozo de ciudad que todo chilango puede comprender por sus dosis de sordidez y abandono, exponen el ritmo visual de un adagio vespertino con que será hecha la narración, confeccionada por cortes magistrales de cámara que "apagan" sensiblemente la luz con disolvencias en negro, como un parpadeo ritual, como un pase hipnótico de extraña subjetividad.
El filme, sin embargo, no exhibe una atmósfera fría sino tibia, como el escenario interior del departamento de la unidad Tlaltelolco, como sus cuatro personajes centrales. Es decir, que hay una unidad tersa, como si fuese untada uniformemente en blanco y negro, que se despliega afuera y adentro, en el ruideral de la calle y en la quietud del condominio emblemático (todos los depas filmados del DF están en Tlaltelolco). No es un cine violento -lo cual festejo y agradezco-; es un cine de sencillas situaciones, de pequeñeces ciudadanas que se encuentran un triste domingo cualquiera. Tampoco hay otros exesos del tipo reventón -si acaso una gozosa mariguanada que hace del día una celebración espumosa y breve. Para Ulises (Enrique Arreola) el repartidor de pizzas con alma de veterinario, la jornada es un punto de inflexión que lo reconduce a su amor por los animales; para los dos chavos, amigos de videojuegos y que se niegan a pagar la pizza ordenada por haber llegado once segundos tarde, hay también hallazgos: el pelirrojo (apodado El Flama) duda de la paternidad biológica de sus padres, y Juan Pablo (El Moko) se abre a sus primeras experiencias eróticas, tanto con su cuate como con la vecina; ésta, en cambio, es una joven confianzuda -que no desearías tener al lado de tu casa-, obsesionada con cositas inofensivas (hacer pasteles, platicar trivialidades, etc.) que la hacen, no obstante, expresar lo femenino en el relato con un especial balance espolvoreado de gracia. Ella (Rita) no crece en la historia, tampoco decae; es como un factor constante y consistente, la tonta eterna sumergida en algo cuya grisura ilumina...
"Algo cuya grisura ilumina", esa podría ser la expresión condensada de esta deliciosa experiencia cinematográfica. Aquí se comprueba que lo grisáceo no nada más es poesía maldita, sino que es también el roce de un segundero en la quietud de una tarde o el cuadro de un paisaje mediocre con patos salvajes que parecen moverse bajo el efecto de una dicha efímera. Quizá el momento más disfrutable de la película -por cierto, conducida con soltura mediante un eficaz contrapunteo por pares de historias simultáneas en la sala y la cocina- sea durante el trance colectivo de los cuatro personajes, después de probar unos brownies con mota preparados por Rita, cuando Ulises explica a sus momentáneos amigos el milagro del vuelo de los patos en forma de "V": aquí, algo muy cinematográfico une la evocación de esa parvada con aquellas cuatro criaturas anónimas que coinciden una tarde equis, en un departamento equis, perdido entre cientos de miles más de la megalópolis, para estallar sus vidas en torno a la sencillez jubilosa de estar juntos. Muy recomendable: de lo mejor que ha hecho el cine mexicano en bastantes años.
(Nota publicada en la revista mexiquense Molino de Letras.)
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