lunes, 21 de septiembre de 2009

El día que Alain Touraine me cagoteó

Alejandro Rozado

Crónica de un disgusto lamentable a cargo de uno de los sociólogos de más renombre internacional, cuando impartía una conferencia. Crítica de un academicismo intolerante.


Fue el 10 de junio de 2005, en Guadalajara, durante una conferencia del maestro Alain Touraine, el teórico de la reconstrucción social a partir de los derechos humanos y el reconocimiento del otro. Ante unos cientos de personas y en un recinto universitario, el sociólogo francés expuso en forma divulgativa sus más recientes concepciones acerca de la crisis contemporánea, su crítica a las ideas del progreso interminable y al nihilismo de quienes no ven salidas históricas; planteó con razón que vivimos "la decadencia de un modelo de sociedad occidental basado en un sistema globalizado económico y político desastroso para la humanidad" y que urge la discusión de alternativas derivadas de la experiencias sociales mismas; incluso, identificó al nuevo sujeto sobre el cual, según él, recaerá el peso de la responsabilidad histórica (las mujeres) para reconstruir el tejido social sobre la base de la ecología política y la expansión universal de los derechos humanos. Sin embargo, al referirse a la decadencia de dicho modelo, propuso los fundamentos de otro tan occidental como el criticado, pero “más justo”. A mí me pareció que su planteamiento -a pesar del manejo ligero, diría yo, de conceptos relacionados a la decadencia- niega la existencia real de la agonía occidental en su totalidad, tan sólo se limita a formular el desgaste de un "modelo" (la globalización) dentro de una cultura occidental perfectible, como si fuera posible maquillar, hacer cirugía plástica y revitalizar los tejidos viejos de un cuerpo social en ruinas.

Durante la cátedra, lo que en un principio parecía un silencio respetuoso del público universitario asistente después se reveló como parte de un ritual de pleitesía al gran teórico que se dignaba acercarse a nosotros ¡hablando en español! (hubo una profesora que incluso le reconoció no venir en plan de "vaca sagrada" y aceptar compartir sus ideas con nosotros, pensadores de segunda: ¡gracias profesor por tratarnos como sus iguales!); pero este agradecimiento tenía sus reglas implícitas: no "faltarle el respeto" al maestro (entendiendo con ello no opinar diferente de él, ni hacer preguntas fuera del guión presupuesto para que el gran sociólogo nos halague con sus respuestas). En este país, las conferencias de análisis se convierten rápidamente en homenajes donde no tiene cabida la reflexión diferente.

Como yo soy muy bruto, no comprendí en qué ceremonia estaba metido, así que al final, cuando se abrió la ronda de preguntas del público, pedí la palabra y di la bienvenida a Guadalajara al señor Touraine, observando que en su discurso yo percibía la ausencia notable de la idea de la muerte próxima de la civilización -ya que si estábamos hablando de decadencias, éstas suponen como destino cercano e ineludible el morir- y que sin la conciencia del fin de una cultura envejecida como la nuestra no serían acertadas las alternativas históricas del futuro inmediato. Argumenté, en ese sentido, que la decadencia social se podía percibir en las manifestaciones de lo que algunos sociólogos clásicos llamaban "el alma de los pueblos" (un concepto historicista de origen romántico, acuñado por el gran Herder, para ser precisos). Para explicarme mejor ejemplifiqué: dichas manifestaciones del deterioro del alma social se observan claramente en la pérdida de la forma en las artes, y el papel desorbitado que cumple el dinero en relación a la producción, por sólo mencionar dos expresiones de dicha alma histórica de Occidente. No mencioné la vulgarización del hedonismo actual ni la extrapolación del individualismo, pues Touraine mismo ya los había señalado; tampoco pasé lista de los cambios en la idea de la matemática occidental, pues no quise abusar del micrófono. Pero con lo dicho creo que fui lo suficientemente claro. Terminé mi breve intervención ponderando su propuesta sobre la mujer como nuevo sujeto epocal, diciendo que desde mi perspectiva la cosa se pondría interesante pues si la percepción del sociólogo francés es cierta, entonces la mujer, portadora de la vida, tendría la histórica tarea de encarar a la muerte civilizatoria...

¡No hubiera dicho todo lo anterior! Poco a poco los asistentes fuimos testigos de cómo Zeus se fue sulfurando ante una pregunta que se salía del rito convenido tácitamente entre el público y el Papa académico. Primero dijo que estaba de acuerdo con introducir la idea de la muerte, aunque no dijo cómo (y no podía decirlo porque su propuesta presupone la ausencia de la conciencia del fin), después desestimó la idea de la vejez de las civilizaciones, porque, dijo, "ninguna civilización es superior a otra por su duración" (cosa que nadie se lo estaba discutiendo) y de plano resbaló penosamente cuando fortaleció su réplica diciendo que "una civilización que dure 50 años (sic) no significa que sea inferior a otra que dure cien (sic, sic)". Mi pena iba en aumento, pues que yo sepa una cultura-civilización tarda en gestarse varios siglos y, si llega a desarrollar toda su vida histórica estaríamos hablando de, al menos, uno o dos milenios, ¡pero no 50 años, profesor! ¿De qué estamos hablando entonces?, ¿de una civilización o de un "modelo" o subconjunto que sí puede durar medio siglo dentro del fenómeno histórico total? Pero el acabóse fue cuando me quiso regañar porque usé un término "profundamente peligroso". Desesperado por su evidente ausencia de respuestas concretas, Alain Touraine reaccionó, oh decepción, como reaccionan los encumbrados por el monopolio del micrófono y como reaccionan las “vacas sagradas” comprometidas con una estructura burocrático-académica: ignoró los ejemplos que esgrimí, se agarró literalmente del concepto de "alma de los pueblos" y lo descontextualizó de mis argumentos concretos para descalificarme por el uso ideológico que le dieron los nazis, como si tuviésemos que culpar a Beethoven, Wagner, Nietzshe, o Max Weber por el hecho de que a Hitler le gustaran sus obras. Y de pronto me encontré en medio de un mitin antifascista, oh paradojas, contra mí: quien he sido uno de tantos modestos luchadores antifascistas que tuvo este país tan chistoso, de plano. El desencubierto pontífice francés de la sociología cerró la noche con un incendiario discurso del tipo "¡No pasarán!", con todo y el aplauso de la mitad de los asistentes que siguieron el formato de aclamación al final de un acto de campaña política mexicana. ¡Qué cosa! Apenas el profesor acababa de predicar la aceptación del prójimo como principio de la nueva sociedad alternativa, cuando instantes después me convirtió en enemigo (¿no que los métodos de acusación estalinistas habían quedado atrás, maese Touraine?); mostró así la distancia entre la academia y la realidad, entre sus conceptos y su praxis. Definitivamente me quedo con el viejo y vilipendiado Marx. Mis amigos, tan desconcertados como la otra mitad del auditorio, trataban de explicarse el exabrupto francés diciendo que seguramente fue un mal entendido, que me acercara yo a la mesa del conferencista para aclararle personalmente las cosas. Eso hice (y aproveché para obsequiarle un ejemplar de Replicante no.3, donde expongo en un artículo mis ideas), le comencé a explicar a qué me refería con eso del alma del pueblo, pero el galáctico maestro admirado durante años por mí, cortó despóticamente mis palabras casi gritándome: "¡Le entendí perfectamente y me parece muy peligroso!" (¿quién, yo?). Se negó a saludarme con respeto. Me sonreí, me di la media vuelta, hice un gesto con la mano (como diciendo: "es inútil") y me fui.

Cuando regresé esa noche a mi casa, contemplé la cocina llena de trastes sucios; me puse a limpiar la caca de mis gatos y, al disponerme a fregar la loza, comencé a componer las primeras líneas, en sordina, de una nueva elegía también para los "grandes pensadores", cuya fama se apoya precisamente en las premisas de lo que critican. Amén.


(Publicado en la revista Replicante no. 4)

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