domingo, 27 de septiembre de 2009

Octavio Paz: la izquierda y la crítica al progreso


Alejandro Rozado


I


El par de artículos publicados recientemente [en 2007] en la prensa por Enrique Krauze y Arnaldo Córdova (apenas un “uno-dos” que no alcanza a debate), sobre los desencuentros proverbiales de Octavio Paz y la izquierda mexicana, se deslizan sobre el nivel de lo anecdótico. O biográfico, si se quiere. El nivel en donde a Krauze en especial le gusta desenvolverse: la anécdota de la vida personal que va tramando la “verdad histórica”. Y no está mal necesariamente asomar la nariz desde ahí; pero ése es sólo un plano del debate, en el que –por cierto- el doctor Córdova supo entrar con certeras puntualizaciones que desbaratan el mito de que la izquierda mexicana nunca se quiso poner a la altura de un diálogo con la principal inteligencia de México. Existen otros planos de discusión sobre el tema desde los que valdrá la pena escribir más adelante, especialmente porque la crítica de Paz a las ideas del progreso debe retomarse en favor de una izquierda que necesita no “modernizarse” en el sentido liberal del término, sino actualizar su base crítica. Por lo pronto, partamos del nivel en que han planteado las cosas estos dos importantes intelectuales mexicanos. Las anécdotas del “politicólogo” –como le gusta autodefinirse al propio Arnaldo- acerca de la bien pensada carta que alguna vez le dirigió el líder comunista Gerardo Unzueta al poeta en la década de los 60’s, así como de su personal testimonio de cómo Paz ignoró su ya clásico libro: La ideología de la Revolución Mexicana, y de la memorable discusión publicada en Proceso entre el poeta y Carlos Monsiváis en la segunda mitad de la década de los 70’s, dan cuenta de que la versión reciclada por Krauze es, en efecto, un mito. Es decir, un relato basado en algunos hechos comprobables pero que están hilvanados (por Krauze) alrededor de un símbolo superlativo que da a tales hechos una coherencia diferente de la verdad. El símbolo en cuestión es aquí la imagen de un Octavio Paz incomprendido y vilipendiado por una izquierda que sólo sabe gritar. Paz mismo se encargó de fabricar ese relato y Krauze lo recicla ahora con vivo interés.

Quiero contribuir con un par de anécdotas al respecto: a fines de los 70’s y principios de los años 80’s, tuve una convivencia cercana con el doctor Enrique Semo, uno de los intelectuales –junto con Roger Bartra- más prestigiados del Partido Comunista Mexicano –la organización más representativa de la izquierda en aquel entonces. Recuerdo que Semo se animó por esos días (con toda precisión, en septiembre del ya lejano 1978) a cuestionar desde las páginas de la revista Proceso el pensamiento político de Octavio Paz y sus fundamentos. El historiador mexicano afirmaba que detrás del irracionalismo filosófico exhibido en los textos que, poco después, darían cuerpo a El ogro filantrópico (1979) existía un vergonzante apoyo de Paz al “ala izquierda” del PRI. Semo tituló su ensayo, publicado en dos partes, como: “El mundo desolado de Octavio Paz”, en donde polemizó acerca del marxismo, el socialismo posible para México, la cuestión de la Unión Soviética y el papel de los intelectuales en la realidad social. Quien acceda a aquellos artículos podrá comprobar –independientemente de los errores ahí vertidos que con el tiempo le darían la razón al poeta- la seriedad y respeto con que Semo se propuso discutir con Paz. Entre otras cosas, razonaba lo siguiente:
“Si el manifiesto de Paz sólo representara las ideas aisladas de un individuo -por más destacado que éste fuera- quizá no merecería una polémica pública. Pero no es así. Coincide con los intereses de fuerzas sociales reales; pretende esbozar una alternativa para los intelectuales; se presenta en un momento de profunda crisis ideológica. Con él, Paz se incorpora de nuevo a la lucha por la definición del futuro inmediato de México y del mundo. (…) Por eso debe ser contestado.”
Sin embargo, Octavio Paz nunca ofreció la menor respuesta. Quizá estaba demasiado reciente la fuerte polémica que había sostenido con Monsiváis (enero del mismo año de 1978) como para embarcarse en otra. Pocos años más tarde, una maestra cercana al círculo del poeta me comentó, respecto a ese hermetismo de Paz, que éste había dicho “que no pensaba discutir con alguien –refiriéndose a Semo- que creía que Vietnam era un república democrática” (versión que, por otro lado, jamás pude verificar)… Tiempo después, tuve la oportunidad de conocer a Octavio y entablar una amistosa relación entrambos, a pesar de mi pasado comunista reciente. Yo le había dado a conocer un ensayo que escribí sobre su poética de la historia, y Octavio estaba doblemente asombrado de que un izquierdista como yo pudiese opinar elogiosamente de sus concepciones acerca de la historia que él había desperdigado a lo largo de su obra. Recuerdo muy bien que en una de nuestras charlas le recordé su silencio ante los artículos de Enrique Semo, a lo que Paz tan sólo se limitó a responder con un “¡Ah, sí! ¡Semo!...” y desvió el tema con habilidad. Hago esta referencia porque si hay alguien a quien puede identificársele hasta la fecha como un “intelectual orgánico” de la izquierda en México, ese es precisamente Enrique Semo, a quien Octavio Paz decidió ignorar.

Pero que no se crea Enrique Krauze que Paz tenía una buena actitud hacia otros intelectuales de izquierda considerados “modernos” o, incluso, heterodoxos. Veamos (a nivel todavía anecdótico) el caso de Roger Bartra, a quien el director de Letras Libres presenta como prototipo de intelectual “moderno de izquierda”. Recuerdo que Paz me platicó que en 1987, al celebrarse en Valencia el 50 aniversario del Congreso de Intelectuales y Artistas en Defensa de la República Española, adonde asistieron y se encontraron Bartra y él, el antropólogo se mostraba jubiloso porque entre sus respectivas intervenciones encontró “profundísimas coincidencias”… Paz se reía mucho de esa “pretensión”. Lo cual, siendo el poeta injusto –además de soberbio- con Bartra, haría pensar que Octavio Paz no vio con respeto ni siquiera a intelectuales de izquierda “modernos”.

Pero hay dos grandes excepciones: José Revueltas y Adolfo Gilly. Para nadie fue un secreto el aprecio que Paz le tenía al novelista mexicano, con quien tuvo grandes discrepancias que nunca empañaron una respetuosa relación intelectual. Recuérdese el mensaje tan emotivo que Revueltas escribió desde la cárcel de Lecumberri a Octavio Paz, en 1969 (“… aquí en la cárcel todos reflexionamos a Octavio Paz, todos estos jóvenes de México te piensan, Octavio, y repiten los mismos sueños de tu vigilia.”). Quizá influyó en ese ánimo de amistad el hecho de que ambos escritores fuesen de la misma generación –junto con Efraín Huerta- nacida en 1914. En el caso de Gilly, el diálogo fue profundo y también está documentado: en 1972, cuando Paz residía en Cambridge, envió una larga carta al argentino -quien cumplía en la cárcel una condena como preso de conciencia-, con motivo de la lectura que el poeta hizo de La revolución interrumpida, libro toral del pensamiento de izquierda acerca de la Revolución Mexicana, y específicamente sobre el movimiento zapatista. Al final de ese inspirado ensayo en que se convirtió su carta, Paz expresa a Gilly su percepción del carácter engañoso de la historia, según el cual ésta se nos presenta como un terreno en donde existe la posibilidad de escoger. Y el poeta añade entonces las siguientes palabras solidarias: “Usted escogió el socialismo –y por eso está en la cárcel. Este hecho también me lleva a mí a escoger y a condenar a la sociedad que lo encarcela. Así, al menos en ciertos momentos, nuestras diferencias filosóficas y políticas se disuelven y se resuelven en esta proposición: hay que luchar contra una sociedad que encarcela a los disidentes” (“Burocracias celestes y terrestres”, revista Plural, no. 5, febrero de 1972, México).

Estos dos casos abonarían en favor de una tercera versión, en el sentido de que Octavio Paz escogía a sus interlocutores de izquierda con el criterio no de un intelectual sino… de un poeta. Octavio Paz dialogaba con quien sentía una inexplicable atracción emocional y una honda identificación sensible. El intercambio era para él, siempre, una invaluable ocasión de entretejer verdad y poesía.



II

Relanzar el mito del desencuentro entre un Paz “liberal” y una izquierda “retardataria” (que invariablemente incluye el lugar común de aquella ominosa quema de su imagen frente a la embajada norteamericana a cargo de un puñado de fanáticos, después que el poeta pronunciara aquel discurso de Francfort, en 1984, donde criticaba al sandinismo nicaragüense de pretender implantar una dictadura burocrático-militar), relanzar ese mito, digo, tiene hoy sólo una utilidad política crucial: dar legitimidad intelectual al gobierno y la cultura de derecha que tan carentes y necesitados de ella se encuentran en estos críticos tiempos, y a la vez restarle prestigio al movimiento social de resistencia pacífica que sigue despierto. No es arar en terreno baldío para Enrique Krauze que termine su artículo del 6 de mayo en el diario Reforma, repitiendo lo que Roger Bartra supuestamente afirmó contra Paco Ignacio Taibo II, en el sentido de que este novelista y luchador social de izquierda “no ha aprendido nada” al expresarse tan desfavorablemente de Octavio Paz. Qué reprobable Paco Ignacio si efectivamente declaró así contra el viejo poeta; pero es igual de descalificador que Krauze se sume a esta interminable guerra de declaraciones inútiles. Bartra y Krauze saben bien (o al menos deberían saberlo) que Taibo, además de ser un notable escritor, participó en los años más duros (los 70’s) desde las trincheras obreras por la democracia sindical; y su labor de orientación activa en huelgas memorables para la historia del movimiento obrero como las de Spicer o Trailmóbil, no tienen parangón entre los intelectuales mexicanos contemporáneos; recuerdo cómo aprendí de los cuadernos de lucha obrera que él editaba y distribuía entre los compañeros sindicalistas en esos difíciles tiempos y me servían de gran utilidad para mis actividades clandestinas en la zona industrial donde militaba como dirigente regional comunista. A Paco Ignacio Taibo II le debemos también una maravillosa crónica –una versión alternativa a la difundida por los infames medios- de lo que realmente fue el plantón post electoral de Reforma del verano de 2006: la explosión viva de un movimiento popular, nacional, plural y pacífico que propuso otra política y otra cultura. De ahí que Arnaldo Córdova subraye a Enrique Krauze –con razón- que “hay muchos que han luchado por la libertad probablemente más y, sobre todo, más peligrosamente que él. No tiene por qué seguir diciendo que los izquierdistas no apreciamos la libertad y que todos somos autoritarios y estalinistas”.

Pero volviendo al tema que nos ocupa, en realidad ni Octavio Paz fue tan liberal, ni la intelectualidad de izquierda era tan retardataria. Mientras algunos intelectuales de alto rango, como Daniel Cosío Villegas -o el mismo Enrique Krauze- han sido de estirpe liberal siempre, el caso de Octavio Paz fue bastante más complejo: él transitó por varias posiciones políticas a lo largo de su vida, desde el socialismo libertario, el surrealismo, el anarquismo “a lo Orwell” –como escribiera Enrique Semo- hasta el neorromanticismo poético, el comunitarismo campesino, la socialdemocracia y el liberalismo. ¿Oportunista? Quien haya leído con alguna profundidad su obra ensayística podrá desechar con facilidad semejante sospecha: difícilmente encontraremos en México un autor como Paz que haya padecido con tanto dolor y sinceridad una incesante búsqueda intelectual en pos de respuestas a los problemas del mundo; lo mismo puede decirse acerca de las rupturas ideológicas sucesivas que tuvo con pensadores y amigos. Pero esta trayectoria hizo de nuestro personaje una mente con tal riqueza de ideas sensibles y tal amplitud de miras que se hizo un poeta visionario como pocos han habido en la historia. Pienso que Octavio Paz fue para Latinoamérica lo que Goethe representó para el romanticismo político y literario alemán. De modo que restringir su pensamiento al liberalismo de Krauze considero que es una auténtica vulgarización de su biografía.

Porque en semejante búsqueda, el hilo negro que unificó ese tránsito ideológico tan diverso recorrido por el poeta fue la crítica sistemática a las ideas del progreso que han caracterizado a las corrientes de pensamiento dominantes en Occidente: el positivismo, el liberalismo y el marxismo. Y el punto clave en el que Paz concentró el grueso de su crítica apasionada fue ni más ni menos que el Estado moderno. Crítica, por cierto, que no es exclusiva del pensamiento liberal. Desde el surrealismo de Breton, el anarquismo de Víctor Serge, el socialismo anti-burocrático y libertario de un Trotsky, el utopismo de un Charles Fourier, el romanticismo de un Hölderling o un William Blake, hasta el comunitarismo premoderno de un Emiliano Zapata, Octavio Paz intentó, una y otra vez, demostrar que la mayor calamidad de la civilización occidental y sus banderas del progreso futuro es el Estado. Si discutió agriamente con la izquierda fue porque, para el poeta, ésta contenía en su estructura interna, en sus programas y formas de acción política, embrionarios o desarrollados impulsos de vocación claramente estatista. Es decir: Octavio Paz no fue un anticomunista sino un anti-estatista. Y tiene -ahí sí- mucha razón Krauze en sostener que al poeta le preocupaba mucho la ceguera política que la izquierda mostraba en ese sentido; por eso insistía a sus intelectuales que hicieran una autocrítica profunda del apoyo, abierto o vergonzante, que se acostumbraba dar al socialismo "realmente existente". He dicho en varias ocasiones (entrevistas y conversaciones) que cuando alguna vez cuestioné a Octavio el porqué de su notoria inclinación por criticar a la izquierda, él me contestó: "Porque con la derecha de este país no tengo nada que discutir, pues carece de ideas; en cambio, la izquierda es mi verdadera familia, y en donde se dan los más amargos desencuentros"...

Volviendo a aquella carta a Adolfo Gilly de 1972, con un Octavio Paz de 58 años y en la plenitud de su pensamiento, el poeta escribe ideas que difícilmente podría firmar un liberal:
“Así pues, está en entredicho no sólo el desarrollo capitalista sino la noción misma de desarrollo. Este tipo de crítica no se encuentra en el marxismo, creyente en el progreso y en la técnica; en cambio, aparece en el llamado ‘socialismo utópico’. (…) Nadie pretende, por lo demás, renunciar a la ciencia. Tampoco podríamos, aunque quisiéramos, prescindir de la técnica; estamos condenados a vivir con ella. Pero no estamos condenados a ser sus esclavos. La tradición del ‘socialismo utópico’ cobra actualidad porque ve en el hombre no sólo al productor… sino al ser que desea y sueña (…) A partir de esta concepción del hombre pasional podemos concebir sociedades regidas por un tipo de racionalidad que no sea la meramente tecnológica”. 
  
Y un poco más adelante, al abordar el tema de los modelos viables de convivencia para el país, en vez de elaborar abstracciones retoma nuestra experiencia histórica:
 “La persistencia del ejido se explica… por motivos de orden histórico, cultural y antropológico: la propiedad ejidal está estrechamente ligada a la organización social tradicional y al sistema ético que, también tradicionalmente, rige las relaciones sociales y familiares de los campesinos mexicanos. (…) el ejido representa una racionalidad distinta a la racionalidad económica moderna basada en la rentabilidad y en la productividad. El ejido no es un modelo óptimo desde el punto de vista económico: es un modelo posible de sociedad armoniosa. El ejido es inferior a la agricultura capitalista si de lo que se trata es de producir más quintales de arroz o de alfalfa; no lo es, si lo que nos importa es la producción de valores humanos y el establecimiento de relaciones menos duras y más justas y libres entre los hombres.”     
 
Citas como las anteriores se pueden encontrar por decenas en los múltiples ensayos de Paz. Alguien que pone por delante la armonía social y no la productividad de la libre empresa, podrá ser calificado de utopista o campesinista, pero nunca de liberal. Y yo digo que éste es un Octavio Paz que le interesa recuperar a la izquierda. Porque el Paz que reivindicó los valores de la vida premoderna, que se preocupó por descubrir en los intersticios de la vida social las fuentes de la pasión y la felicidad, que denunció los horrores alienantes de la modernización (tanto la capitalista como la burocrático-socialista), es un Paz que converge con el programa de recuperación del campo que desde hace años propone la izquierda o con la defensa de la ecología de innumerables grupos de activistas. Y esta convergencia es mucho mayor –o al menos más sugerente- que con la defensa liberal de una pretendida democracia electoral que protege las enormes desigualdades sociales ya crónicas de México. Sin que Octavio Paz haya sido un marxista –pues jamás lo fue-, tenemos sin embargo a un Paz de enorme valor para la izquierda, un Paz también nuestro y que no hay por qué regalárselo a la voraz derecha neoliberal. No sería justo –ni siquiera para el propio Octavio.


III

Un Octavio Paz, pues, para la izquierda mexicana… No un Paz de izquierda militante, pues habría que inventar una biografía inexistente. Pero sí un Paz que veía en los ojos de sus compañeros izquierdistas la misma mirada conmovida que él tuvo ante la injusticia social. Esa mirada poética posada en el rostro aterrado de un combatiente español, o bien en los resignados rasgos de un hombre maya laborando bajo el yugo del sol en alguna de las haciendas henequeneras de los años treintas. ¿Será eso posible?

No olvidemos que fue precisamente Octavio Paz quien concibió por primera vez la necesidad de que el PRI se escindiera para formar una izquierda más influyente en el sistema político mexicano. Cuando Porfirio Muñoz Ledo era Secretario de Educación durante el gobierno priísta de José López Portillo, coincidió con Paz en alguna cena o reunión de élite. En esa ocasión, el poeta expuso al político su tesis de la futura división del partido del gobierno como una necesidad histórica de balancear el espectro de fuerzas políticas con miras a una reforma democrática cada vez más impostergable en aquellos momentos. Porfirio rió de buen grado, diciéndole a Paz: “Eso es imposible”. Sin embargo, diez años después Muñoz Ledo encabezaría junto con Cuauhtémoc Cárdenas la Corriente Democrática que terminaría separándose del PRI y desafiaría al sistema político convocando a la unión, antes impensable, de casi todas las izquierdas en un partido sui generis como el PRD. Es hora de reconocer públicamente esa labor precursora del poeta en la vida de la izquierda de hoy.

Asimismo, Octavio Paz expuso desde los años sesentas su tesis del ocaso de la era de las revoluciones, en el sentido de que éstas fueron concebidas por Marx como resultado del desarrollo –no al revés-, y de que los procesos revolucionarios en los países pobres habían devenido en regímenes autoritarios. La conclusión del poeta fue la necesidad de impulsar reformas democráticas, a lo cual consagró veinte años de su pensamiento (precisamente durante su encomiable labor como director de las revistas Plural y Vuelta). La determinación de la izquierda histórica de este país de transitar por la vía legal, sin renunciar a sus aspiraciones de transformación social, coincidió con los planteamientos de Paz. Y desde entonces, la izquierda de este país no ha dejado de crecer. Por mucho que, tanto Paz como los intelectuales de izquierda, se hayan regateado recíprocamente los méritos propios de este paso político histórico, es indudable que concurrió entre ellos una profunda confluencia hacia la democratización del régimen mexicano –hoy en peligro.

Cierto, la filosofía de Octavio Paz (identificada vulgarmente como irracionalismo filosófico), al criticar las ideas del progreso, se colocaba en el lado opuesto al marxismo. En particular, refutaba el determinismo económico de éste para entender la anatomía de la sociedad así como para ver a la historia según una mera derivación de la “lucha de clases”; él concebía otros factores de gran peso que intervenían decisivamente en el rumbo de los acontecimientos históricos, como la percepción de un nivel muy profundo, milenario, de acción del inconsciente colectivo de las sociedades largamente reprimidas por los imperativos del progreso. Su versión del milenarismo zapatista en la Revolución Mexicana es uno de los capítulos más reveladores del ejercicio de la interpretación intuitiva de la historia, cuya concepción finalmente desemboca en una visión sistémica de las sociedades, que incluye la percepción de distintas temporalidades humanas simultáneas (y distintos ritmos también); algo parecido a los diferentes niveles de corriente de agua que fluyen a través de un río caudaloso. Según esta formulación, hay un pasado que nunca pasa del todo, que es también un presente oculto pero vivo y que nos constituye como cultura; esto es, como “una forma de vivir y de morir”.

En su famosa entrevista con Claude Fell: “Vuelta a El laberinto de la soledad” (revista Plural no. 50, México, noviembre, 1975), el poeta mexicano declara:
“El zapatismo significa la revelación, el salir a flote, de ciertas realidades escondidas y reprimidas. Es la revolución no como ideología sino como un movimiento instintivo, un estallido que es la revelación de una realidad anterior a las jerarquías, las clases, la propiedad.”
Para Octavio Paz, el zapatismo no fue sólo una añoranza social sino una práctica comunalista indiscutible. Con el reparto y devolución de las tierras, la Revolución del Sur realizó proezas bélicas que no hubiera podido efectuar cualquier otro movimiento; fue precisamente la estructura comunal del ejército, ligada a la tierra repartida, la que alimentó la persistencia de los alzados –aun en los momentos en que parecían derrotados y disueltos. El sueño milenario dejó de ser una aspiración para convertirse en la más pragmática y eficaz defensa armada del ejército campesino frente a los ejércitos profesionales de las otras facciones revolucionarias. A pesar de las condiciones de la guerra, el zapatismo intentó restaurar la armonía entre el hombre y la naturaleza y relativizó extraordinariamente el principio de la jerarquía en la producción y en las relaciones con el poder. En el mismo sentido, Paz pensó que los movimientos comunales en el agro mexicano se habían convertido en la memoria ancestral de la sociedad; a través de ellos, México ha deseado vivir en formas igualitarias y bajo vínculos íntimos y significativos -emocionalmente hablando; trátase de un deseo colectivo que se mantiene con excesiva vitalidad en buena parte de los mexicanos. El estallido estudiantil del 68 y las rebeliones electorales de 1988 y 2006 son sólo avisos de este inmenso milenarismo oculto debajo de los imperativos de la eficiencia capitalista, la racionalidad burocrática y el glamour individualista. Y la intolerancia que estos movimientos han inspirado en las esferas del poder constata el carácter hasta ahora irreconciliable del enfrentamiento entre los valores tradicionales de una parte muy grande de la sociedad y los valores progresistas del neoliberalismo imperante.

En este orden de ideas, podemos afirmar –siguiendo a Paz- que si hay algo que modernizar en serio en este país es nuestro modelo de convivencia. Pero ese modelo exige admitir las formas tradicionales de producción y reproducción social que resisten (y persisten) en la conciencia de millones de mexicanos; exige la coexistencia de las formas racionalistas de vida con el pasado vivo de un México que se niega a ser desmantelado por las modernizaciones “desde arriba” que lanzan regularmente las élites poderosas con altas dosis de fracaso. Los idólatras del progreso a ultranza tendrán que comprender que, como decía Benito Pérez Galdós, “no se derriban montes a bayonetazos”: no se eliminan costumbres y creencias consuetudinarias con planes sexenales impulsados por decreto. Porque modernizar es ante todo un acto de inclusión, no de exclusión. Octavio Paz reclamaba para el país una auténtica calidad de vida, no la creación de empleos mal pagados; se refería al rescate de “esa mitad del hombre que ha sido humillada y sepultada por las morales del progreso: esa mitad que se revela en las imágenes del arte y del amor” (Posdata, Siglo XXI eds., México, 1970, p. 27).

¿Acaso este planteamiento no está más cerca del ideario de la izquierda que del liberalismo? ¿Qué tienen que responder nuestros intelectuales liberales ante este Octavio Paz enorme? ¿Podría Enrique Krauze reconocer la lectura de que los 15 millones de votos que se sufragaron en las elecciones de 2006 a favor del proyecto de izquierda fueron, más que una masa de gente manipulada por un caudillo mesiánico, la viva expresión histórica de un México profundo al que se le sigue negando la oportunidad de reproducirse?



IV y último


En su artículo del 6 de mayo, Enrique Krauze escribió un párrafo muy rescatable -aunque contradictorio- que a continuación transcribo:
“(…) estoy convencido de que México necesita con urgencia una izquierda moderna y la razón es clara: sólo desde una legitimidad de izquierda el país puede reformar de fondo, y de manera definitiva, su estructura política y económica. Si la izquierda se reforma el país se reforma. Si la izquierda se moderniza el país se moderniza. ¿Es impensable un reencuentro de la izquierda con la tradición liberal?”
En verdad, celebro esta declaración del director de Letras Libres, quien por un lado reconoce que sin la legitimación de la izquierda, este país no se puede gobernar hacia las transformaciones sustanciales que necesita; pero por otro lado, vuelve a sugerir que la modernización de la izquierda pasa forzosamente por su liberalización. Es decir, Krauze propone una “izquierda liberal” como sinónimo de izquierda moderna. Pareciera que la única manera de reencontrarse estas dos grandes tradiciones del pensamiento político es que una de ellas se “eleve” –por decirlo así- al nivel de la otra. Si Krauze conoce la soberbia característica de nuestra izquierda no debería de invitarla así al diálogo: con el mismo aire de superioridad que ella ha exhibido en innumerables ocasiones. Pero al menos, el historiador mexicano propone ese reencuentro con todas sus letras.

Los intelectuales y dirigentes políticos más destacados de la izquierda mexicana deberían de aceptar esta invitación. En primer lugar, para demostrar que la oposición entre un liberalismo “avanzado” y un socialismo “retardatario” es un falso dilema propagandístico; en segundo lugar, porque sería una magnífica ocasión para rescatar a Octavio Paz del clóset liberal en que lo tiene guardado Krauze y sus colegas y reconstruir el pensamiento del poeta a favor de un proyecto democrático afín a las distintas izquierdas que hay en la sociedad mexicana; y en tercer lugar, para reconocer lo que haya que reconocer por parte de la izquierda (la innegable ceguera respecto a los diversos regímenes comunistas que han acabado con las libertades y la democracia; el clientelismo político en que se apoyan muchas organizaciones y gobiernos del PRD ) y para invitar a la inteligencia liberal a que, a su vez, reconozca honradamente los méritos y valores de la izquierda histórica de este país. A ambas partes les vendría bien cierto protocolo diplomático de buena voluntad y de reconocimiento y respeto mutuo.

Por ejemplo, ¿estaría dispuesto Enrique Krauze a admitir que el movimiento de resistencia civil, además del liderazgo tradicional que identifica, contiene en su seno un abanico de fuerzas, ideas y sensibilidades democráticas que lo hacen un movimiento plural?; ¿cómo se explicaría, si no, la participación (en distintos grados de compromiso) de personalidades comoMiguel Ángel Granados Chapa, Elena Poniatowska, Fernando del Paso, Lorenzo Meyer, Sergio Pitol, Arnaldo Córdova, Carlos Monsiváis, Rolando Cordera, Enrique Semo, Paco Ignacio Taibo II, Octavio Rodríguez Araujo, Luis Villoro, Carlos Montemayor y un nutrido etcétera? ¿Estarían dispuestos los intelectuales de corte liberal a admitir y reconocer que la transformación profunda del sistema político atraviesa por diversas formas de democracia: la electoral, por supuesto, y la parlamentaria, pero también la participativa de las organizaciones sociales? Y lo más difícil: ¿podrían incluir en su discurso económico y social la tesis profunda de Paz, en el sentido de que un gobierno verdaderamente democrático deberá contemplar, reconocer y proteger el imperativo cultural de la felicidad, la diversidad y la armonía que han buscado nuestros pueblos ante el embate dominante de la productividad y la alta rentabilidad?

Y del mismo modo, ¿estaría dispuesta la izquierda de este país a reconocer la invaluable contribución al pensamiento crítico y democrático que representó la publicación de las revistas sucesivas: Plural y Vuelta? En ellas participaron insignes demócratas como Gabriel Zaid, Tomás Segovia, Carlos Fuentes, José de la Colina, Eduardo Lizalde, Juan García Ponce y otro largo etcétera que enorgullecería a cualquier país (y a cualquier izquierda) tenerlos como sus críticos. ¿Y podrá nuestra izquierda mexicana admitir que el grupo que encabezó Octavio Paz tuvo toda la razón en condenar las dictaduras burocráticas comunistas como regímenes ominosos de un totalitarismo indeseable? En el fondo, el grupo de Paz le evitó a las distintas izquierdas la pena de reconocer el fracaso rotundo del modelo soviético de sociedad.

¿Podremos abrir y sostener una “zona de tolerancia” intelectual entre ambas corrientes que nos permita, al menos, subrayar las coincidencias más que las diferencias? Que no teman mis compañeros de izquierda por el peligro de convertirse a imagen y semejanza del socialismo “moderno” español o chileno. Eso es improbable. En primer lugar, porque para que eso ocurriese se necesitaría contar con una sociedad civil mucho más consolidada y menos “gelatinosa” (término de Roger Bartra) que la mexicana. Y en segundo lugar, porque la tradición del pensamiento socialista en México tiene su propio peso específico y es de una gran riqueza también. Cada sociedad tiene su izquierda necesaria y no se requiere imitar la de otro país. De lo que se trataría, en cambio, es de que la izquierda se alimentase, además de las luchas sociales y de su propia trayectoria teórica, de un nutriente que hasta la fecha ha rechazado: el pensamiento universal de Octavio Paz y el de sus viejos compañeros de lucha. La izquierda italiana no sería lo que es hoy sin haber pensado la filosofía de Benedetto Croce. Del mismo modo, sin la asimilación crítica de la obra de nuestro pensador y poeta central, la izquierda mexicana seguiría teniendo una cuenta pendiente consigo misma y con su propia historia. Una inteligencia democrática y de izquierda alcanzaría una estatura moral nunca antes vista si se atreviese también a encarar este desafío histórico con la misma gallardía con que antes encaró la represión y ahora la propaganda mediática en su contra.

Por todas las consideraciones anteriores, y retomando la pregunta que lanza Enrique Krauze (“¿Es impensable un reencuentro de la izquierda con la tradición liberal?”), propongo la realización de un coloquio intelectual entre los representantes más notables de ambas corrientes, que tenga como objetivo el sano intercambio y el aprendizaje recíproco que abra el camino de las ideas hacia una zona de tolerancia y elimine la pedregosa brecha de los malos entendidos. Octavio Paz se sentiría muy satisfecho de un esfuerzo semejante.


Guadalajara, julio de 2007.

4 comentarios:

  1. hola

    sé que esta entrada es ya vieja (de hace dos años, pero no puedo menos que felicitarte por ella. Estaba buscando información sobre paz, pues me interesa saber cuáles fueron las críticas más fuertes que se le hicieron en su tiempo. Debo agradecerte porque tu entrada fue muy iluminadora al permitirme situarme en el contexto histórico de los debates intelectuales de los 60s y 70s. Pienso que, en efecto, el tiempo terminó por darle la razón a Paz en cuanto a los regímenes totalitarios del socialismo real respecta, lo que podría evidenciar en el poeta una profundidad de análisis mayor que la que podía desplegar la mayoría de los intelectuales de esa época. En todo caso, me parece sospechoso el que Paz haya evitado tantas veces a los pensadores de izquierda. En el fondo -tengo 21 años y mis ideas políticas cambian constantemente al no tener referentes inmediatos de la polémica sobre el socialismo- tu entrada me hizo reiterar mi convicción de que el mundo es mucho menos contrastante que las simples categorías de izquiera y derecha, gracias.

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  2. Esteban Govea:

    Agradezco mucho tu opinión a mi escrito sobre Paz y la izquierda; cuando lo escribí estaba en los diarios la polémica entre Enrique Krauze y Arnaldo Córdova. Traté de situar el pensamiento del poeta más allá del liberalismo en que Krauze ha intentado circunscribirlo desde que Paz falleció.

    Alejandro Rozado

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  3. Me parece muy bueno tu artículo. Lo que puedo opinar, es que hasta la fecha Enrique Semo sigue siendo una persona fiel a su pensamiento. Lo puedo asegurar ya que he estado muy cerca de él durante los últimos 4 años. Estoy a punto de concluir mi tesis en la que he trabajado muy fuerte con él como asesor. Saludos.

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  4. Por supuesto, Octavio: no tengo duda de que Enrique Semo ha constituido con su vida y obra un ejemplo paradigmático de lo que es un hombre de izquierda en México. Te felicito por tener la fortuna de trabajar cerca de él -como yo la tuve.

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