martes, 15 de septiembre de 2009

Una verdad llamada jazz (crónica de Nueva Orleáns antes del Katrina)

Alejandro Rozado 


Diez días en “la ciudad llamada deseo”, como fuera identificada por algún escritor viajero. Quizá sí: el deseo. Pero yo más bien percibí una ciudad llamada jazz. Y creo difícil encontrar hoy en día otra en el mundo que profese tan abiertamente en sus calles el amor y pasión por la música como en Nueva Orleáns. Aquí, la forma de vida es el jazz, las relaciones sociales tienen que ver con el jazz y los estados emocionales son literalmente jazzísticos.

La Preservación. En el centro socio-cultural de este puerto ribereño del sur estadounidense, el conocido French Quarter (o Barrio francés), coexisten dos catedrales a pocas cuadras de distancia entre ellas: la puntiaguda y católica catedral de Saint Louis –cuyo frente mira hacia el Mississippi y a sus pies se rinde la bulliciosa plaza Jackson-, y la catedral mundial del jazz: el Preservation Hall, un changarro de madera roída de no más de cien metros cuadrados de salón interior, sin ventilación y con tablones por bancas, pero donde la comunidad de músicos negros decidió instalar el templo del sonido dixie y dejarlo en manos de los viejos para, precisamente, su preservación. Porque aquí se venera la sabiduría del jazzista mayor, del maestro que ha recorrido a pie y a golpe de notas los tugurios universales apostados a lo largo del delta. Y así se constituyó The Preservation Hall Jazz Band, la más prestigiada organización jazzística del mundo, a la que los músicos aspiran algún día ingresar... por escalafón: cada vez que un miembro de la banda fallece es sustituido por otro viejillo de la comunidad musical, de tal modo que el promedio de edad de los integrantes de “La Preservación” es por lo regular mayor de setenta años. Estamos, por tanto, bastante lejos del star system en que cayó el rock con todo y su salón de la fama, sus revistas tipo Rolling Stone y los premios Grammy (aunque, cierto, los mayores ídolos del rock comienzan a entrar a la tercera edad: “When I’m Sixty Four”)...

En Nueva Orleáns hay un apego especial a los sitios, las esquinas, los hoyos; cada banqueta puede ser una plaza o un estrado improvisado, una modesta pista de baile. Los primeros auténticos conservatorios fueron los pequeños burdeles ahora convertidos en bares donde se continúa tocando jazz. De pronto, un quinteto de voces negras se apodera de una esquina y comienza a entonar una pieza de los Temptations con el sólo ritmo de los pies y al compás del tris de los dedos, mientras a tres casas de allí se deja oír todo un género regional: el Zydeco, interpretado con acordeón líder y el frenético y sabroso ritmo de una percusión llamada “lavadero”, que hace las veces del güiro; pero un bloque más allá, una banda de blues trae vueltos locos a todos, y la gente nos arremolinamos afuera, asomándonos por los barrotes de las viejas ventanas del bar. Por eso, el French Quarter es como un santuario que atrae peregrinaciones de viajeros y turistas todo el año para escuchar buena música y reventar de lujuria, pues desde hace un siglo esta ciudad no duerme nunca. Mientras los grupos de rock tienen que organizar monumentales giras de conciertos en busca de su público, las bandas de jazz, en cambio, permanecen en los mismos viejos lugares y su público llega de todos los lados del planeta a escucharlas.

Por cierto, dicho barrio –levantado entre las avenidas Canal y Esplanade por los costados, y Rampart Street al norte y la ribera del Mississippi al sur- se ve atravesado por tres calles inevitables: Bourbon, Royal y Decatur Streets, las tres paralelas entre sí... jamás se encuentran. Como tres hermanas con destinos diferentes pero con el mismo espíritu familiar, Royal Street hace honor a su nombre exhibiendo en sus vitrinas antigüedades, obras de arte y fachadas de hoteles con espíritu aristocrático; Decatur Street es la hermana comerciante en donde se instala el mercado francés y el legendario Café Du Monde, entre excitantes tiendas de souvenirs, el zócalo de la Plaza Jackson y The House of Blues, un antro de excelencia adonde llegan artistas como Bonnie Raitt, Koko Taylor, Eric Burdon y tantos más; y, finalmente, Bourbon Street, la hermana desmadrosa y creativa: desde Storyville District hasta el antro animadísimo para gays, desde el chupe callejero hasta el genuino blues (también callejero), esta babilónica calle es un carnaval permanente; aquí, la vida es la noche, el aullido, la cerveza oscura de la vieja Louisiana, el contoneo de las negras, la humedad del saxofón... Sólo jazz.

Desayuno en Storyville. Nos hospedamos en un hotel de mala muerte a dos cuadras de la calle Bourbon, así que Velia y yo frecuentamos sus banquetas con sólo cruzar la histórica avenida Canal y doblar a la izquierda. Caminando por ese primer bloque del barrio, uno se topa con Storyville District, sitio de exquisita atmósfera oscura, deleitosa penumbra que alberga tres áreas de restaurant y bar para oír jazz, all night long. “Hi, folks!”, saluda el trompetista del conjunto en turno, mientras miro desde mi cercana mesa de bar la erotización de los instrumentos: dedos morenos y regordetes abrazando al contrabajo como si lo hicieran con una amorosa gorda nalgona, manos sensuales comprimiendo el sexo del saxo, el trombón excitado por vigoroso brazo de roble negro, elegantes trajes que protegen a la música de su propio y libidinoso asalto contra las formas, el jazz suspendido de sí mismo antes de derramarse sobre la noche caliente. La corbata del trompetista discreta y cuidadosamente aflojada y el botón del cuello desabrochado, las primeras notas que recuerdan el sonido terso de Clifford Brown, el vino tinto y el tiempo creole que refresca las almas. La banda entona un blues fúnebre y sensual, pésame y lujuria, luto y vida, sepelio y “Marcha de los santos”. La experiencia del jazz convertida en verdad nocturna; Storyville o el rincón fundacional del placer. Aquí nació históricamente el jazz, cuando el edificio era refugio de prostitutas, forasteros, escritores y músicos. Los rastros de Whitman, Faulkner y O’Neill se disipan en medio de los acordes del piano. Pero la esquina del antro sigue siendo habitable. Aquí, esta noche, acaba de nacer el jazz...

Un domingo en la mañana fuimos a desayunar a Storyville; el restaurant tenía las mesas vacías; una banda de siete músicos se escuchaba a sí misma en un espléndido estilo treintas, las líneas melódicas de la trompeta y el saxofón rebotando contra las paredes legendarias. Una banda anónima y exclusiva para nosotros dos. El baterista negro nos preguntó si queríamos una complacencia. Dudé. Volteé a ver a Velia que me sonreía. “¿Será posible?”, pensé. Nerviosamente balbuceé: “Indigo blues...” El mùsico me corrigió preguntando de nuevo: “¿No será Mood Indigo?”. “¡Mood Indigo! Claro, pendejo”, me dije a mí mismo mientras asentía con la cabeza. Y la banda tocó la pieza de Duke Ellington, la composición inalcanzable, la única y que jamás creí escuchar en vivo. “¡Un domingo en Storyville, Alex!”, me repetía insistente en mi cabeza, mientras percibía que Velia cambiaba su rostro al palpar el jazz.

El manantial del blues. La imagen es nítida e imborrable en mi mente. Paseamos por el malecón del Mississippi cuando la tarde va pardeando y los turistas se alejan del río, buscando la seguridad de las luces del Café Du Monde y los empalagosos bignets combinados con café y leche que ahí se ofrecen. En mitad de nuestro vagabundeo, se deja oír un saxofón gimiendo a lo lejos; un solitario-solo-de-un-solista-anónimo, un hombre de color, de unos sesenta y cinco años, no muy andrajoso pero necesitado de dólares –pues ese mismo día, por la mañana, lo había yo visto trabajar por las terrazas de la calle Decatur tocando su instrumento. Pero ahora, ese músico no está en ningún bar, ni tiene a su alrededor paseantes. Está completamente solo, subido en un pequeño montículo que separa al malecón de las aguas del río. Respira y transpira a través del sax haciéndolo cantar, y su canto es plegaria y caminata nocturna after hours. ¿Estará aquel viejo cansado todavía practicando a estas horas del anochecer? Curiosidad. Nos acercamos a la ribera con cautela, respetando su privacidad. Míster Blues no nos advierte, pues nos da la espalda. Subimos el montículo, y al llegar al mismo nivel de altura que él, comprendo de inmediato. Una corriente de fresca brisa de pronto nos envuelve al igual que al músico. Este negro está dialogando con el río, contándole quizá cómo le fue en la dura jornada de hoy. Viejo solo, abandonado, jodido, cansado, frente al Mississippi. Eso es el blues... Nos retiramos sigilosos, con temor de interrumpir su ejecución.

(Publicado en la revista Replicante no. 5, después de que Katrina arrasó la ciudad.)







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