jueves, 17 de septiembre de 2009

Hitler: su hundimiento (sobre la película "La caída")


Alejandro Rozado


- La caída (Der Untergang), de Olivier Hirschbiegel (Alemania, 2005), con Bruno Ganz, Alexandra Matia Gara y Corinna Harfouch.
  
Es una película histórica, más cercana al testimonio documental que al filme artístico -aunque la oscuridad de la fotografía no deja de recordarnos la de los clásicos alemanes del cine mudo. El género histórico es más apegado a los hechos, es por tanto, informativo y formativo. Creo que el título en español debió ser El hundimiento o El derrumbe. Pocos documentos pueden constatar cómo el desplome de un régimen es simultáneo al de su líder, pero así ha sucedido con los liderazgos carismáticos (no así con el modelo soviético, el cual perduró 30 años más después de la muerte de Stalin -pero es que el liderazgo del georgiano fue de tipo burocrático).

Es un filme que recupera, para bien, un ángulo íntimo de Hitler y el grupo que lo rodeó en sus últimos días: Speer, Goebbels (y su no creíble y espeluznante mujer), Himmler, Eva Braun, y por supuesto la fiel Trudl Junge, todos bajo un extraño reality show a 16 metros bajo tierra. Una mirada cercana al hombre en su paranoia y su fin cercano; la crónica de la proximidad de la muerte para el asesino más universal que se conozca. Nada nuevo: comprobamos las etapas psicológicas de negación, ira, depresión y aceptación; pero la oscura luz del bunker revela los rasgos de un ser enigmático e incomprensible, por más que lo psicoanalicemos cien veces. Desconcierta el discreto humanismo de ciertas relaciones personales del Führer, pero no olvidemos que su ascendencia fue la pasión romántica, la nostalgia por las relaciones intensas de amor y odio. Mito: mitad monstruo, mitad hombre. En su momento final, Hitler trata de ser congruente con sus alucinaciones: no rendirse nunca. Asimismo, da la orden póstuma de no dejar rastro de su cuerpo a los odiados rusos: desaparecer de la historia, flotar para siempre en la mitología de lo incierto ("Hitler no ha muerto") y conservar una metafísica de la maldad heroica. De ahí que la película alcance su principal logro al encarnar al mito y devolverle su mortalidad al genocida. Lo vemos morir y testimoniamos cómo su cuerpo inerte es convertido en cenizas. La conciencia de su mortalidad lo hace débil ante el envenenamiento de su perro, pese a su darwinismo político que le impide tener compasión por el pueblo alemán que lo idolatró, pero que al final -según él- demostró una inferioridad despreciable y merecedora del sacrificio.

La lealtad es el valor supremo de las virtudes premodernas, no importa si se acompaña de la razón o no. Me llamó la atención la secuencia en que Hitler (un Bruno Ganz espléndido) elogia al arquitecto Speer por haber comprendido al líder sin necesidad de grandes discursos ni tanta explicación, sino a través de las obras de arte. De nuevo el conocimiento íntimo y cercano, estético y al mismo tiempo ignorante de los derechos individuales abstractos, pero vibrante de sentido impreciso y grandioso. La cinta es, finalmente, una disección de los arcanos secretos del poder en tiempos de descomposición y muerte. Recuerdo las palabras de Elias Canetti: "El poder es siempre paranoico"...

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