miércoles, 23 de septiembre de 2009

Diario de Guatemala


Alejandro Rozado

Fragmentos de un diario de viaje escrito en el país de Monterroso y de Cardoza y Aragón.


En marzo de 1998, mi esposa Velia y yo hicimos un recorrido por Guatemala. Transcribo a continuación fragmentos de una crónica de ese viaje:

Chupol es un tianguis indígena de trueque en idioma quiché cruzado de imágenes sin retorno. Distintas comunidades de la comarca –en algún lugar del sur del país- convergen pacíficas a exponer sus cosechas y prendas. Queremos comprar algunos bordados que el azar nos ofrezca. Avanzamos por el mercado, intrusos, hendiendo sus formas. Rostros de mujeres empañados por el monte, miradas de piedra perdidas entre encajes rojos, nos devoran poco a poco. Los indígenas van y vienen intercambiando sus mercancías por el enjambre multicolor que zumba sobre sí mismo. En esta fricción humana ancestral me voy cociendo, nervioso. Sigo de cerca a mi esposa entre el roce inquieto de los mayas de carne y polvo... Me resisto a transgredir esta vida orgánica, pero su magnetismo me arrastra... Choco y reboto tantas veces en el enjambre que me convierto en moción de este gran estremecimiento... Cierro los ojos... Me abandono en ese meneo telúrico de gente; vaivén de la duración, de lo que perdura porque no cambia... Saco de mi cartera unos quetzales y compro varios puños de frijol milenario. Me dejo engullir por ese pequeño cosmos que abre sus ojos de niña, sus fauces con dientes de jade, su obscura garganta por donde pronuncia, enigmático, el vocablo que le da existencia: Tioch, que significa: gracias. (...)”

“Como en Guatemala no ha habido revoluciones sociales triunfantes, no ha llegado al campo ninguna reforma agraria espectacular y oficiante. Lo cual ha permitido a las comunidades rurales consuetudinarias subsistir al abrigo de tierras muy fértiles. A diferencia de la aridez del paisaje del agro mexicano, en este país vecino destacan las pequeñas parcelas familiares cultivadas intensivamente para la autosuficiencia y el trueque; en cientos y miles de terrazas reconstruidas sobre laderas montañosas se dejan ver huertos familiares generosos junto a prodigios de maizales. La riqueza de la pobreza... Para bien o para mal –a estas alturas de mi vida ya no sé-, Guatemala mantiene aún aquel criterio de que la pobreza es limpia, mientras que la miseria es sucia. La pobreza está en el campo. La miseria en sus ciudades. (...)”

“(...) En Chichicastenango (‘Lugar de barrancos’) se asienta la iglesia de Santo Tomás, en donde se halló –en el siglo XVIII- el Popol Vuh, el libro sagrado maya. Sincretismos aparte, alrededor de este templo donde proliferan gran variedad de chamanes coexistiendo con los sacerdotes católicos diocesanos, se moviliza un amplio mercado nutrido de muchos otros pueblos cercanos y se organiza en magna plaza indígena, llena de presencias. Diálogo maravilloso de culturas a través del comercio. Los colores estallan por doquier y nos asedian amigables. Las niñas indígenas más hermosas y elegantes que jamás he visto son las heroínas de este portento de convivencia. Ellas lo son todo, pues sonríen. Y con sus sonrisas conquistan y venden y enseñan al forastero a negociar con cada paso de su existir... Chichicastenango es un ejemplo humano de que el arte es comunal y, además, una soberbia relación comercial; asimismo, es una clara expresión de que el propio comercio, desde la exhibición del buen gusto hasta el regateo y la realización de la venta, también es un arte feliz.”

“La mujer indígena de Guatemala es el sustento histórico de su pueblo. El sustento... Lo que sostiene a la historia y sus vertiginosos cambios es aquello que no cambia con el tiempo, como las piedras, la tierra o los volcanes... Así las mujeres. Profundas, herméticas, erguidas, distantes. Al combinar elegancia con sencillez como en pocos lados del mundo, las indígenas conducen el imperio del color en el país, visten lo que producen sus talleres caseros, exhiben por el monte trajes tejidos y bordados al pulso perfecto de la noche; con la perfección imperativa que ejerce la necesidad de cargar sobre sus espaldas a algún hermanito, desde que ellas tienen siete u ocho años de edad. Estas mujeres caminan altivas a mitad de la calle, en grupo o a solas, pronunciando sus dialectos de pájaros en pueblos añosos como Chichicastenango, Sololá o Panajachel. Son el centro de la vida comunitaria: su corazón permanente. (…) Cuando ellas cargan sus yaguales sobre la cabeza, andan derechas, con un garbo que envidiaría cualquier modelo profesional de Occidente; su balanceo es de una feminidad terrena que vuelve innecesario el contoneo de caderas que la mujer urbana acentúa con estudiado ritmo. Quizá en todo ello el yagual sea clave: se trata del bulto esencial, amarrado por las cuatro puntas de una resistente tela bordada, que lleva la casita portátil de la familia: ropa, alimentos, artesanías, juguetes para sortear la jornada. Cuando las indígenas lo portan es como si cargasen al mundo sobre su cabeza; lo llevan ligeras, sin muecas de esfuerzo, como cuando toman de la mano a sus hijos.”

“Mi hija Maira, de doce años, dibuja y pinta montañas. Crea paisajes imaginados donde montes y volcanes exhiben fuerte personalidad silente. En especial, dibuja y colorea a lápiz pequeños cuadros de montañas que bordean un lago ensoñador, quieto y con emanaciones de neblina que dan un singular toque de callado misterio al conjunto... Pues bien, ahora sé que Maira imaginó el portentoso lago de Atitlán. ¡Ah, si ella lo pudiese ver ahora se daría cuenta de que lo conoce desde hace tiempo en sus sueños!”

“Tres volcanes ennoblecidos custodian el lago de Atitlán. Son: el de San Pedro por un lado, y frente a éste, los otros dos –el Tolimán y el Atitlán. El primero es de simetría impecable e inmediatamente me roba la atención. Su figura no parece querer llegar a una cima convexa sino al cielo mismo: sus costados proyectan curvas cóncavas ascendentes que divergen aun en la cumbre. Por eso es tan altivo. Y de intrínseca semejanza con las mujeres indígenas y su manera de cargar los yaguales.”

Ximón. Al pie del volcán San Pedro habita una población surví que se llama igual: San Pedro. Perdido entre sus callejuelas existe un humilde altar donde se practican cultos paganos dedicados a un chamán de leyenda que vivió y murió en el siglo XIX y que responde ahora a los nombres de Maximón, San Simón, o simplemente Ximón. Asistí a una de sus ceremonias cotidianas. El “templo” no es más que una modesta casucha de atmósfera oscura, ofrendas florales, veladoras y denso humo de incienso. Al centro de la estancia predomina una figura humana tallada en madera, de tamaño natural, y que aparece sentada frente a la puerta de entrada, mirando a quien ose acudir a semejante lugar. Está casi viva: es Maximón, con los ojos entrecerrados, los rasgos faciales angulosos y firmes, dos sombreros negros sobrepuestos en la cabeza y un manojo multicolor de pañoletas alrededor del cuello. De la boca entreabierta de la estatua pende un cigarro que los oficiantes se encargan de mantener encendido y humeante. Maximón inhala. Respira serenísimo, mientras un indígena atribulado se hinca y le platica en su idioma sus penas; llora y ruega; le entrega una ofrenda y poco dinero a sus pies. Ximón nomás lo oye. Impasible. Vivo. Como si el respeto emanase de él mismo... Me atrae la idea de acercarme. Pido permiso a los asistentes del culto. Me siento a su lado y lo observo. Sé que Ximón me percibe desde su lejanía sepulcral; me permite admirarlo con curiosidad sin inmutarse. Sólo consume su eterno cigarro. Él respira; yo no. Salgo del altar sin habla... Poco tiempo después, cuando nos embarcamos de regreso a Panajachel por el lago y nos alejamos del pueblo de San Pedro, vuelvo a observar al volcán que lo custodia. Luce ahora coronado por una recia nube blanca, como yagual de agua. Pero conforme la barca se aleja, la nubosidad que envuelve al cráter del San Pedro se encona y agita como bocanada de humo. Entonces comprendo: Ximón y el volcán se han compenetrado en algo más hondo que una mera espiritualidad. San Pedro es Maximón sabiéndose contemplado aún por mí. (…) Las aguas del lago Atitlán hacen picos con el vaivén del viento ya agresivo de la tarde. En un segundo plano, las cumbres rocosas que bordean al lago parecen danzar junto con las aguas. Y las nubes angulosas hacen lo mismo allá, en un tercer nivel. A lo lejos, San Pedro-Maximón nomás nos mira cómo lo miramos.”

“Si las niñas indígenas son las depositarias de la tradición milenaria de la región, los niños son, en cambio, devotos de la velocidad –apasionadamente bicicleteros. En Panajachel, suben y bajan raudos entre los turistas; montados sobre sus bicis, llevan y traen mandados, echan carreritas, carcajadas sonoras, vitalidad liviana. Y en los caminos también: mientras las niñas y mujeres van a pie descalzo y firme, los jovencitos pedalean con tesón como si tuviesen prisa. De algún modo la tienen.”

“La Antigua es una bella ciudad austera, tipo español, fundada por el hijo de puta de Pedro de Alvarado, quien resultó premiado por Hernán Cortés con la Capitanía General de Guatemala, por haber hecho el trabajo más sucio de la conquista de Tenochtitlán, especialmente por comandar la matanza de aztecas en el Templo Mayor. Pero aquí en Antigua, el gran destructor convirtióse en el gran fundador. Y sí, se nota que la ciudad combina su estancia pacífica con una forma de ser desconfiada; las casas, señoriales, son breves fortificaciones de altos muros y escasos ventanales que resguardan de la naturaleza y de los extraños una celosa vida privada. La disciplina del capitán carnicero se deja sentir en la estricta cuadrícula con que están trazadas las calles: implacables líneas rectas recortadas con la determinación de la espada que estuvo dispuesta a hacer del poblado un reducto europeo y cristiano. El empedrado de conciencia rigorista, decantado y pulido hasta el brillo solar, ha extirpado de raíz cualquier vestigio de vegetación. Aquí, los españoles guatemaltecos y sus descendientes han desconfiado hasta de las sombras de los árboles. (...) Sin embargo, la ciudad sostiene su propio encanto. Quizá porque los terribles terremotos que la devastaron durante el siglo XVIII, ahuyentaron a la burocracia colonial hacia el sur para ir a fundar la nueva capital –la ciudad de Guatemala- a menos de cien kilómetros de aquí. Quizá también por la opulencia de uno de los volcanes que resguardan –o amenazan- a la Antigua; se trata de una formación temible que se alza por encima de las miradas de los habitantes y cuyo nombre paradójico es volcán Agua, llamado así porque hace más de 450 años, tras una temporada torrencial de lluvias, su inmenso cráter tapado por siglos de piedra y convertido en gigantesco tinaco, reventó y provocó la inundación del primer proyecto de ciudad –Ciudad Vieja- establecida pocos años antes al pie del volcán apagado.(...) Hermosa ciudad turística, ciudad de juguete con sus casas formaditas en fila, rincones de cafetines aromáticos, fachadas recién pintadas con colores fuertes y vivos: amarillo ocre, rojo quemado, azul colonial y verde artesano. En Antigua existen esquinas perfectas. Y los frentes se apartan del señorío colonial mexicano, y muestran un singular y homogéneo copete de tejas inclinadas hacia adelante. Un toque arquitectónico que me hace permanecer más días en este lugar.”

“Los antigüeños construyen su propio cosmos –allí sí, verde y frondoso- al interior de las viejas casonas. Un espléndido patio central, hermosos portales de madera, fuentes de piedra arrulladas por el agua, terrazas insaciablemente floreadas, claroscuros, almenas, bóvedas de luz... Con semejantes elementos y una buena taza de café regional no hace falta salir a la calle, si vives ahí.”

Las voces del país pronuncian lo suyo. Ejemplos: en vez del anglicista OK, dicen un desconcertante bye... En los caminos, a las curvas las llaman “ganchos peligrosos”; a nuestras populares vulcanizadoras mexicanas aquí les dicen “pinchazos”; a la simple orden de papas fritas le llaman “papanillas”, y a los frijoles fritos, frijoles “volteados”. A nosotros nos basta sobrentender la señal para no estacionarse delante de una cochera colocando un rótulo o disco; en cambio, a nuestros vecinos del sur les hace falta aclarar con inocencia: “No estacionarse...sale carro”. A las hamburguesas de carne de cerdo las llaman –lógico- “porqui-hamburguesas”; al guacamole, el contraído “guacamol”; a la expresión cortés mundialmente conocida como “gracias”, los guatemaltecos la convierten en un solemne: “le agradezco bastante”; al siguiente de la fila para pagar algo, las cajeras de aquí le gritan un sonoro “pase adelante”, en lugar de nuestro confianzudo “pásele”. Y a su unidad monetaria le dan nombre de ave de trópico: quetzal, y lo abrevian con una “Q” mayúscula puesta antes de la cantidad numérica. ¿Qué otro país nombra a su moneda con metáfora de tanto colorido y énfasis sonoro apoyado en las consonantes intermedias? Quetzal... Sólo Guatemala, que tiene la mitad de su población compuesta por razas indígenas. (...)”



Mayo, 1998.

2 comentarios:

  1. Como tu, he disfrutado de muchas bellezas de la tierra del quetzal, tierra de riquezas y tesoros interminables en su gente....
    Gracias por decir de manera profunda lo enigmático de un pueblo que se hace en su gente....
    También pienso que las mujeres son la fuente de vida de una cultura milenaria que la sostiene y la enriquece...

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  2. Cris: Es difícil no amar a Guatemala y su gente, ¿verdad? Ha sido uno de mis viajes más evocadores. No escribí sobre nuestro vuelo a las ruinas mayas de Tikal, al norte del país, seguramente porque no di con las palabras apropiadas. Gracias por tu comprensivo comentario.

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