sábado, 12 de septiembre de 2009

La decadencia: una avenida sin retorno (presentación del blog)


Vivimos un profundo malestar civilizatorio. La vida toda se nos presenta como una infinita cadena de ofertas efímeras que caducan antes de su consumo. El sentimiento social que sintetiza el espíritu de los tiempos que corren es el desencanto. El ser humano del siglo XXI se aburre como destino, confundido en un mundo que, a pesar de estar mejor comunicado, carece de significados duraderos. Nuestra época se distingue de las anteriores por haber perdido su propio ritmo histórico. La ya tradicional sociedad moderna, con sus clases sociales, economía e instituciones ilustres (Estado político, sistema educativo, familia, religión, las formas de sociedad civil y nuestra cara conciencia individual) padecen una desorganización generalizada. Nuevas fuerzas se disputan la hegemonía del mundo sin la menor autoridad ética, y cualquiera que resulte dominante excluye por principio a las grandes mayorías.

Las respuestas ecologistas, pro-derechos humanos y las movilizaciones contestatarias impregnadas de democracia participativa, a pesar de sus meritorios avances en el ámbito de las libertades individuales y sociales, tienden a ser expropiadas y convertidas en meros puntos instantáneos de la “democracia” mediática: ese lugar donde la conciencia ciudadana y su ilusión de participar “libremente” en los asuntos públicos constituyen la materia prima de la mercadotecnia. La encuesta de opinión, el voto, la “excelencia” administrativa, la estúpida ideología de la “superación personal” o la beatificación de la vida cotidiana son, en el mejor de los casos, inocentadas frente a la inmensidad devastadora de la degradación ambiental, la violencia, la corrupción, la marginación y la pérdida del rumbo social que golpea la estructura de los afectos de cada individuo. Y todo esfuerzo sincero por construir sociedad civil está condenado a diluirse en los flujos neo-metafísicos del “mercado” o a ser cooptado por los aparatos de Estado, mediáticos o de cualquier otra índole burocrática.

Resultado: grandes abismos humanos. Por un lado, una capa gruesa y adiposa de “buenas conciencias” anestesiadas de optimismo; por otro, el famélico sector de los marginados de siempre -cada vez más numerosos-, junto a otro sector, ya social, de solitarios, disidentes, depresivos, insomnes y jodidos de alma: los exiliados de nuevo tipo. Aquéllos cuyo aislamiento no sólo es producto de la migración geográfica sino también de la afectiva y espiritual. El exilio de hoy es una determinación histórica que no decidimos por voluntad propia, pero que sí podemos asumir. Nuestro tiempo es una avenida sin retorno, por lo que la nostalgia típica del viejo exilio carece de sustento; pues ya no hay patria atrás. Lo único que nos queda es nuestro nombre y apellido, la pedacería del presente y la posibilidad de usar la palabra. No tenemos más, pero es suficiente para nombrar a la época que nos toca enfrentar.

El proyecto Archipiélago: legajos sobre la decadencia es un empeño que intenta romper el cerco que nos tiende la nueva circunstancia totalitaria (el mercado total). Creemos que mantener vivo el libre espíritu crítico es ante todo, una tarea de índole molecular. Es necesario que los exiliados de espíritu, los transterrados, los marginados reales y virtuales, se reagrupen. Más que grandes soluciones, preferimos hacernos certeras preguntas; en particular nos cuestionamos cómo se fue configurando la decadencia occidental y qué posibilidades sensibles (sociales, políticas, poéticas) ofrece la declinación histórica que hoy vivimos. Preguntas como ésta no se formulan ni responden en grandes foros sino en pequeños círculos de amigos formados al calor de una tasa de café y una conversación inteligente, en la paciente soledad de la lectura, en la sincera preocupación por dar sentido a la realidad que nos toca vivir y en la pasión por la expresión artística. Para eso se abre el presente espacio.

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