viernes, 25 de septiembre de 2009

La invasión nocturna II (ensayo sobre "Libertad bajo palabra" de Octavio Paz)


Alejandro Rozado


Segunda parte: La irrupción de la presencia
La estación violenta: libro de libros de la literatura universal. Esta breve obra es el mejor regalo que pueda uno dar (o recibir) con motivo de un cumpleaños, la siembra idónea en la conciencia poética de cualquier mortal sensible. Reúne sólo nueve poemas, en su mayoría concebidos, escritos y corregidos en el extranjero durante la década de los años cincuentas. Si algo tuvo de bueno esa gris época ruizcortinista para la modernidad mexicana, ese algo fue –aparte del cine de Luis Buñuel y la obra rulfiana- la producción literaria de Octavio Paz. Su poética se concentra y reduce, el autor ronda los cuarenta años y, por fin, ha definido las coordenadas personales de su espacio poético.

Con este pequeño libro maestro, Paz logra plasmar en versos aquellas ideas-sensibles acerca de la poesía que elabora a la par en su ensayo El arco y la lira (México, Fondo de Cultura Económica, 1956). Ambas obras son inseparables y no se puede entender a una sin la otra. Si El arco y la lira –reflexión superior acerca de lo poético- fue escrito con la mano derecha, La estación violenta lo fue con la izquierda. La filosofía convertida en acto poético, y el poema elevado a la estatura fundadora del único programa de vida posible ante las ruinas de la modernidad: preguntar, mirar y comprender. El hombre, antes que un animal político o un espíritu religioso, antes que un prodigio tecnológico o un silogismo cartesiano, es un ser poético; si no descubre este ámbito de su naturaleza, se pierde en la ajenidad de sí mismo. Si éste, al escuchar el canto de un ave, del viento o de otro ser humano, tiene la fortuna de hallar su propio ritmo verbal, le sobreviene un profundo sentimiento de identidad, de haberse topado con su patria emocional, de haber llegado a casa.

Este prodigio de la poesía se presenta, algunas veces, como un llamado sibilino e inevitable que nos conduce a un estado primordial del tiempo subjetivo: la tentación metafísica del comienzo (poético) del ser, donde todo parece posible, todo se halla en estado potencial hacia cualquier dirección, incluso el vacío. Otras veces, en cambio, la poesía responde a un papel histórico concreto. Octavio Paz oscilará entre ambas. De cualquier forma, el hombre, así magnetizado, guiado por su propia rítmica, puede volver a nombrar las cosas del mundo: “Hombre, árbol de imágenes, / palabras que son flores que son frutos que son actos”.

El quehacer artístico del futuro premio Nobel cobra, a esas alturas de su vida, un elevadísimo sentido: se propone, no sin cierta ingenuidad, refundar la poesía; es decir, devolverle a la praxis poética su fundamento original en el ser del hombre. Despoblada la modernidad de los dioses, reducida la cosmogonía a una ecuación matemática, o a una mera operación de las leyes del mercado, Paz sabe que la poética es el único renglón de la mente humana que se mantiene habitable; allí encuentran morada los duendes neuróticos, los monstruos y demonios del Hades, así como los enamorados inseparables o el más gris de los mortales; su geografía interior es abismal, contrastante, lúgubre y frondosa, desértica y musical. Cuando el romántico o el maldito, el nihilista o el posmoderno lamentan que ya “no hay nada”, puede ser que estén en lo cierto, pues se refieren al presentimiento de una caída estrepitosa e indudable de la civilización que nos vio nacer; pero al mismo tiempo, estos poetas –desde Nerval hasta Paul Celan, desde Rimbaud a Bukowski- lo dicen de tal modo que están haciendo con sus medios de expresión algo más: poesía. Porque ésta, la poesía, constituye una realidad humana de rango superior -como he dicho-, aunque nada etérea por cierto, sino incluso capaz de rozar los niveles más ruines de la historia. La poesía no habita en una capa de suprarrealidad metafísica, sino más bien es un orden de percepción de los fenómenos reales parecido más al inconsciente colectivo o a las creencias orteguianas, y mucho menos cercano a la Idea absoluta de inspiración hegeliana. Se trata, al mismo tiempo, de un nivel sensible de conciencia desde el cual se re-concibe el mundo. Por eso, el autor ha insistido en señalar a la poesía como una manera de vivir y de morir… Pero del mismo modo en que Cristóbal Colón murió creyendo que sus descubrimientos trasatlánticos lo habían llevado al Lejano Oriente, Octavio Paz creyó durante muchos años que estaba refundando a la poesía, cuando en realidad –como veremos- tuvo un hallazgo más modesto aunque no menos trascendental: ofrecer, por vías poéticas, una nueva mirada para una nueva etapa –la última- de nuestra civilización.

Ahora bien, para tener acceso a esa dimensión superior de la existencia que he mencionado, no se necesita ser ningún iluminado, pues “todos hemos sido niños” o, alguna vez, todos hemos estado enamorados. Sin embargo, Paz desarrolla técnicas literarias propias, aquellas que requiere su obra en aquel momento biográfico y que ya había aplicado con éxito en algunos trabajos de ¿Águila o sol?; para ello se vale aquí de algunos tópicos preferidos por la poesía moderna, no como fines en sí mismos, sino como objetos narcóticos que han de alterar sus percepciones y lanzarlo hacia donde él intuye poderosamente su destino. Dichos tópicos, esto es, formas peculiares de hacer contacto con la verdadera realidad poética, son a mi parecer seis: 1) el misterio nocturno; 2) su contrario, el sopor del mediodía; 3) el desgastante insomnio obsesivo; 4) el spleen y sus condenados vicios; 5) el encantamiento, en ocasiones avasallador, del mundo, y 6) la incursión erótica.

Si antes, descubrir estos tópicos deslumbró al autor –como a la mayoría de los jóvenes artistas-, ahora éste comprende su función capilar: servir como privilegiadas puertas y pasadizos que lo conduzcan a los nuevos espacios de lo sagrado, que aquí Paz se contenta con denominar como la presencia. Hechos, signos, enigmas, revelaciones que antes formaban un código ininteligible, ahora se enfilan cargados de sentido hacia una desembocadura inquietante; los versos son ya claras inducciones verbales que provocan severos estados confusos del entendimiento, un caos perceptual dirigido, literalmente, a la conversión del hombre… A su regreso de semejante experiencia, el poeta ya no será el de antes. Habrá visto algo que lo conmoverá irreversiblemente: se verá a sí mismo.


La ciudad desvelada circula por mi sangre como una abeja.
Y el avión que traza un gemido en forma de S larga, los tranvías que se derrumban en esquinas remotas,
ese árbol cargado de injurias que alguien sacude a medianoche en la plaza,
los ruidos que ascienden y estallan y los que se deslizan y cuchichean en la oreja un secreto que repta
abren lo oscuro, precipicios de aes y oes, túneles de vocales taciturnas (…)
y la ciudad va y viene y su cuerpo de piedra se hace añicos al llegar a mi sien, (…)

(de “El río”)


Pero, ¿qué ocurre en cualquiera de los espacios poéticos a los que se llega por vía de esa técnica poética? Si la realidad trastocada queda convertida en una serie de imprecisiones en movimiento, la vida entonces se encuentra cerca de ser redimensionada (reconcebida) por el poeta. Si percibir es un acto de la inteligencia, concebir es obra de la imaginación. En los poemas de La estación violenta, cualquier lector puede verificar el tránsito de la percepción a la concepción de otro orden; no una metafísica –insisto- que dé cuenta del más allá, sino una densidad sensible y abrumadora que registra y ordena (o desordena, para mejor decir) un nuevo y preciso aquí y ahora. En dicho nivel oceánico del estar, el mundo se ve sometido a mutaciones caleidoscópicas, vertiginosas, de la abundancia al horror, de la generosidad lírica a la sequía espinosa del fastidio o a la mirada incógnita de algún rostro anónimo: exposiciones al autor (y a sus lectores) de la naturaleza otra del ser.

Distingo algunas variantes de las transmutaciones que revela el espacio poético de Octavio Paz; las enlisto aquí con fines meramente didácticos, pues ya montados en el ritmo del poema concreto, esas facetas se intercambian entre sí:


1) En primer lugar, la detención del tiempo lineal o instante eterno, que es la otra manera del transcurrir, a semejanza de un manantial en el cual presente, pasado y futuro se fusionan y, por lo mismo, se confunden;

2) La Contemplación –con mayúsculas-: el punto de vista antes privilegiado de algunos dioses –no todos- y de algunos poetas –no todos-, y que en la actualidad es una perspectiva a la cual tendríamos acceso el común de los mortales, aunque efímeramente;

3) El vaivén que pasa de la plenitud al vacío, de la vida regida por la analogía universal al hueco de la nada creado por la visión irónica;

4) La extrañeza que causa el encuentro con la otredad del ser;

5) El estado de inspiración verdadera que exige al espíritu poético la previa sequía absoluta de imágenes, y

6) El retorno al origen real, que no es otra cosa sino el origen recreado, es decir, un genuino estado imaginario donde lo sagrado y lo profano, lo poético y lo prosaico, lo verdadero y lo falso, se intercambian continuamente.


Que enuncie seis versiones del interior poético paciano no significa que se correspondan con los seis tópicos arriba mencionados. Ambos campos son autónomos y cumplen funciones poéticas diferentes. Aquéllos forman arterias convergentes que se precipitan sobre estas seis maneras de nombrar lo mismo: el fenómeno de la presencia poética, como veremos a continuación.


Ya desde el primer poema, “Himno entre ruinas”, puede apreciarse la característica de vaivén que sacude a La estación violenta: la vocación pendular de su orografía. Un ir y venir sistemático entre el mediodía del hoy y la noche de las culturas muertas, entre la plenitud y lo vacío. Un mecerse hipnótico y progresivo hacia dios sabe dónde. A este método Octavio Paz lo ha llamado en varias ocasiones: simultaneísmo. Veamos: Primero, la costa de Nápoles somete los sentidos del autor:


Coronado de sí el día extiende sus plumas, (…)
Las apariencias son hermosas en esta su verdad momentánea.
El mar trepa la costa,
se afianza entre las peñas, araña deslumbrante;
la herida cárdena del monte resplandece;
un puñado de cabras es un rebaño de piedras;
el sol pone su huevo de oro y se derrama sobre el mar.
Todo es dios.


Los sentidos revientan. Todo está encantado: “¡oh, mediodía, espiga henchida de minutos, / copa de eternidad!” La letra está impresa en tipos redondos que denotan claridad y, para no dejar lugar a dudas, Paz subraya a continuación los versos sombríos con letras cursivas: “Cae la noche sobre Teotihuacán”. El pensamiento mexicano apaga los soles: “En lo alto de la pirámide los muchachos fuman marihuana, / suenan guitarras roncas / … / el canto mexicano estalla en un carajo, / estrella de colores que se apaga, …” El contraste funesto al éxtasis de la luz es una larga noche urbana y universal roída siempre por “su tropel de ratas” y en donde las ideas “se bifurcan, serpean, se enredan, / recomienzan, / y al fin se inmovilizan, ríos que no desembocan, / delta de sangre bajo un sol sin crepúsculo”. Y la angustia se pregunta: “¿Y todo ha de parar en este chapoteo de aguas muertas?”… Con esta interrogación el poeta expone y actualiza el problema del arte crepuscular en tiempos de exterminio y barbarie civilizatoria: ¿qué le corresponde hacer a los poetas inmersos entre los escombros modernos que conviven ya con los prehispánicos?

La primera -y todavía provisional- respuesta de Paz en La estación violenta es un híbrido casi lógico pero insatisfactorio: la fusión de luz con tinieblas, síntesis apasionada de la sensibilidad convertida en acción concreta. Como el título del poema lo indica, el autor compone un canto, una entonación, un regreso nostálgico al hombre anterior a la conciencia lineal:


La inteligencia al fin encarna,
se reconcilian las dos mitades enemigas
y la conciencia-espejo se licúa,
vuelve a ser fuente, manantial de fábulas:
Hombre, árbol de imágenes,
palabras que son flores que son frutos que son actos.

(de “Himno entre ruinas”)


La inspiración como sistema de vasos comunicantes: esto nos lleva a aquello, eso es parecido a estotro. El mundo es analógico -nos sugiere Paz-; no es idéntico a sí mismo, pero sí semejante. El hilo de la congruencia entre las cosas está tejido por la araña laboriosa del insomnio que engendra delirios; la rigidez del pensamiento y sus edificios rectangulares se disuelven con el advenimiento de otra percepción. El multicitado “desarreglo de los sentidos” de Rimbaud se abre paso entre lo poco que queda de los filtros sensoriales domesticados y los patrones de entendimiento derrumbados por la historia. Al final, la realidad se revela sencillamente como otra, en donde mundo y poesía se corresponden. Esto ocurre en forma particularmente inefable en el poema “Fuente”, cuyo título invoca la imagen ya central de la obra madura de Octavio Paz: un ser que fluye, símil del tiempo poético.

Al igual que en el anterior, la arquitectura de este gran poema obedece al mismo vaivén y está hecha de tres partes. La primera es también pletórica. El punto de partida es la abundancia del ser, con la consiguiente alteración sensorial del poeta. La plaza de Aviñón, en Francia, es el escenario del gran trastorno: la plenitud del presente inunda a la ciudad con tanta luz que los objetos, los monumentos, los edificios, “las torres que al caer la tarde inclinan la frente”, todo, parece perder gravitación, “rompe amarras”, flota y se eleva. Ese lugar mediterráneo se transforma en “un pueblo de ballenas y delfines que retozan en pleno cielo”. La realidad se ve afectada por la irrupción de una figura sin rostro: la presencia que, así revelada, aviva hasta las piedras y arrasa tanto con la objetividad como con la subjetividad:

Todo es presencia, todos los siglos son este Presente.
¡Ojo feliz que ya no mira porque todo es presencia y su propia visión fuera de sí lo mira!
¡Hunde la mano, coge el fulgor, el pez solar, la llama entre lo azul…!
Y la gran ola vuelve y me derriba, echa a volar la mesa y los papeles y en lo alto de su cresta me suspende,
música detenida en su más, luz que no pestañea, ni cede, ni avanza.
Todo es presente, espejo sin revés: no hay sombra, no hay lado opaco, todo es ojo (…)”


A esta súbita plenitud solar que fascina poderosamente al autor y lo baja del pedestal de su yo, le sucede sin embargo un segundo momento que rápidamente ejecuta el doloroso viaje que desciende desde el viejo vacío romántico hasta la abrupta extrañeza del ser en el mundo:


Toco la piedra y no contesta, cojo la llama y no me quema, ¿qué esconde esta presencia?
No hay nada atrás, las raíces están quemadas, podridos los cimientos,
basta un manotazo para echar abajo esta grandeza. (…)
Penetro en mi oquedad: yo no respondo, no me doy la cara,
perdí el rostro después de haber perdido cuerpo y alma.
Y mi vida desfila ante mis ojos sin que uno solo de mis actos lo reconozca mío: (…)
Yo no daría la vida por mi vida: es otra mi verdadera historia.


Si en el primer momento todo era presencia sin sombra y perdía su propio peso, en este segundo instante ya nada es igual, pues ha entrado a escena un factor disolvente y cruel: la ironía. Yo no daría la vida por mi vida: es otra mi verdadera historia: verso paradigmático que, al fin, es pronunciado sin posibilidad de retorno. Estamos ante un acontecimiento histórico de nuestra literatura, reducido a trece palabras. Nuestra vida no es más la imagen de nosotros mismos. El espejo de Narciso se resquebraja. Ahora la presencia se vacía de todo contenido. Nada soy, salvo este raro instante en que soy y que siempre he sido. Otro he de ser, cierto, pero ¿quién? Al menos sé que nada tengo que cargar. Puedo volver en mí: volver a mí… ¿Un retorno al origen? Lo dudo. Yo más bien percibo aquí una travesía al otro lado. Creo que Octavio Paz ha cruzado la frontera de su obra. El curso de sus palabras lo ha conducido afuera, a un bosque de signos que rezuma horrorosas incertidumbres, pero donde es preciso seguir viviendo… El tercer momento de “Fuente” recupera lo apacible del día:


La ciudad sigue en pie.
Tiembla en la luz, hermosa.
Se posa el sol en su diestra pacífica.
Son más altos, más blancos, los chorros de las fuentes.
Todo se pone en pie para caer mejor.
Y el caído bajo el hacha de su propio delirio se levanta.
Malherido, de su frente hendida brota un último pájaro.
Es el doble de sí mismo,
el joven que cada cien años vuelve a decir unas palabras,
siempre las mismas, (…)


El viaje terrible termina: asistimos a cierta nivelación poética del mundo. El ser maldito regresa, pasmado y maltrecho, a pronunciar las palabras primigenias. Culmina Paz diciendo: “En el centro de la plaza la rota cabeza del poeta es una fuente. / La fuente canta para todos.” Detrás de la vuelta del poema al hombre poético originario, hay empero una nueva verdad, un nuevo criterio ético y estético que subyace a esta aparente restauración del mundo. Por lo pronto, apunto que se trata no sólo de un intento de refundación de la poesía sino también, y en conflicto con esto, de una mirada agónica absolutamente pertinente con la historia.

A diferencia de las otras secciones de Libertad bajo palabra, los poemas de La estación violenta presentan bloques de vastas extensiones. Pero el análisis de una estructura dividida en tres partes sucesivas, a la manera de la lucha de contrarios que se resuelve en una síntesis dialéctica, es derivado de una lectura aún superficial del libro; en realidad, cada poema –en su vaivén- despliega tres dimensiones (la inducción al trance poético, el caos perceptual y la irrupción de la presencia) que describen la exploración y conquista de un territorio destinado a ofrecer horizonte moral a la poesía contemporánea. Los siguientes poemas, después de “Fuente”, testimonian esta aventura del escritor. En “Máscaras del alba”, el poeta noctámbulo sorprende a la ciudad de Venecia dormida y desaliñada: “Fulgor de agua estancada donde flotan / pequeñas alegrías ya verdosas, / la manzana podrida de un deseo, / un rostro recomido por la luna”… El escenario crudo de esa madrugada invita a la incursión formidable: “El prisionero de sus pensamientos / teje y desteje su tejido a ciegas, / escarba sus heridas, deletrea / las letras de su nombre, las dispersa, / y ellas insisten en el mismo estrago”. El flujo analógico de su mente, estancado primero por “la cejijunta / voracidad de un pensamiento fijo”, toma la pendiente inclinada de la imaginación que arrastra en su cauce un material líquido y espeso a la vez -las aguas venecianas del pasado olvidado:

… el enterrado en vida con su pena;
la joven muerta que se prostituye
y regresa a su tumba al primer gallo;
la victoria que busca a su asesino;
el que perdió su cuerpo, el que su sombra,
el que huye de sí y el que se busca
y se persigue y no se encuentra (…)


Mejor visto, el último momento de la estructura de nuestros poemas no es el regreso restaurador, ni el despertar reconfortante después de una pesadilla. La lectura de “Máscaras del alba” muestra, con mayor nitidez, que las terceras partes aluden, más bien, a un cambio de visión. Como ya vimos al referirnos a ¿Águila o sol?, en el trance paciano, el atisbo de la presencia opera una redefinición del sujeto, una rotación de la constelación poética: “Soñolienta / en su lecho de fango, abre los ojos / Venecia y se recuerda”. No es el poeta solitario quien imagina y vive, sino la histórica ciudad la que se sueña a sí misma en la mente del visitante.

En el poema “Repaso nocturno”, Octavio Paz relata el transcurrir de la vigilia a través una de las noches parisinas en los tiempos de El laberinto de la soledad. El itinerario del poema traza el mismo procedimiento inductivo del trance, ahora en batalla con las altas horas:

Primero fue el extenderse en lo oscuro,
hacerse inmenso en lo inmenso, (…)
Río arriba, donde lo no formado empieza,
el agua se desplomaba con los ojos cerrados.
Volvía el tiempo a su origen, manándose.


Después el poeta, centinela de las sombras, vive el asedio de los signos: desprendimientos de señales, inscripciones que van cayendo a la conciencia, “de rostro en rostro / de año en año, / hasta el primer vagido: / humus de vida”. Pero el sueño no llega. Sólo permanece el aguijón de las preguntas: “¿Saldrá mañana el sol (…)? / ¿Cómo decir buenos días a la vida?” Nada que decir, nada que callar. Ni palabras ni silencio. Sólo el instante. Percibido, pensado, tocado: un fragmento de vida convertido en cristal. Al final, “el sol (toca) la frente del insomne”. Éste no despierta jamás, pues su naturaleza es no dormir; el poema abre un espacio severo en donde el ser no está “ni vivo ni muerto”.

Los escenarios pueden variar radicalmente, pero la preocupación artística de Paz, no. El poeta ha dejado atrás su lucha -librada en ¿Águila o sol?- por la palabra. Ahora trata de contestar a la historia la ineludible cuestión: ¿qué puede hacer un poeta bajo los estragos de la decadencia de Occidente? Durante su primera estancia en la India y Japón –en 1952, como parte de una misión diplomática del gobierno mexicano en Oriente-, el escritor compone otros dos poemas que integran La estación violenta. Uno de ellos, “Mutra” (nombre de la antigua ciudad hindú ubicada al norte del subcontinente), está fechado en Delhi, a principios de aquel año. Aquí la descomposición de los sentidos es suscitada por el sopor del verano interminable –la verdadera estación violenta-; el calor es de otra sustancia, “como una madre terrible que ahoga (…) y su imperio es un hipo solemne”, nada se salva de su voracidad: “¡Verano, boca inmensa, vocal hecha de vaho y jadeo (…)!”. Bajo su aplastante dominio se detiene el aire, la vida y el tiempo. Entonces, la existencia comienza a rodar sobre sí misma:


Este día herido de muerte que se arrastra a lo largo del tiempo sin acabar de morir, (…)
este día y las presencias que alza o derriba el sol con un simple aletazo:
la muchacha que aparece en la plaza y es un chorro de frescura pausada,
el mendigo que se levanta como una flaca plegaria, montón de basura y cánticos gangosos,
las bugambilias rojas negras a fuerza de encarnadas, moradas de tanto azul acumulado,
las mujeres albañiles que llevan una piedra en la cabeza como si llevasen un sol apagado, (…)
las mariposas, los buitres, las serpientes, los monos, las vacas, los insectos parecidos al delirio,
todo este largo día con su terrible cargamento de seres y cosas, encalla lentamente en el tiempo pasado.



Interrupción del tiempo y despeñadero de la existencia, grandes y pequeños acontecimientos convocados por el flujo poético conviven bajo el mismo techo, las prioridades acostumbradas por un orden dejan de gobernar la vida: el caos perceptual hace emerger a las analogías...

La otra composición data de Tokio en el mismo año del 52. Se trata del soberbio “¿No hay salida?”, quizá el mejor trabajo de este libro maestro –lo digo con todo respeto para quienes hayan hecho de “Piedra de sol” un emblema de su cultura literaria. Aquí, Octavio Paz se ha olvidado ya del cuidado lírico; prolonga sus formas verbales, pues sus versos endecasílabos le son ya insuficientes para delatar el extremo en que se encuentra. Porque, por esos tiempos, Paz está asomándose a los linderos de su existencia: “… hoy todo es hoy, salió de pronto de sí mismo y me mira, (…) hoy no es muerte ni vida, / no tiene cuerpo, ni nombre, ni rostro, hoy está aquí, / echado a mis pies, mirándome”.

En tal estado fronterizo de la poesía hispanoamericana, el poeta de 38 años vuelve a incursionar más allá de la línea. Un más allá que es, paradójicamente, un más acá. El famoso “salto a la otra orilla” que propone en El arco y la lira: un acto acrobático que conquista otro mundo, o más bien, lo crea con la palabra:


Yo estoy de pie, quieto en el centro del círculo que hago al ir cayendo desde mis pensamientos,
estoy de pie y no tengo adónde volver los ojos, no queda ni una brizna del pasado,
toda la infancia se la tragó este instante y todo el porvenir son estos muebles clavados en su sitio, (…)



Los versos desbordan sus propios diques, se extienden como fiordos de ideas e imágenes que retornan y circulan sobre sí mismas. Rebasarse es concentrarse aún más. Mientras más amplios son los fraseos, menos salidas hay: “todo se ha cerrado sobre sí mismo”, excepto lo externo: “Allá, del otro lado, se extienden las playas inmensas como una mirada de amor”.

La pregunta del título del poema (reformulación mejorada de las hechas en “Himno entre ruinas” y “Fuente”) es contestada ahora con un no rotundo. Lo único real en este universo poético es el callejón:


(…) hay un muro, un ojo que es un pozo, todo tira hacia abajo, pesa el cuerpo,
pesan los pensamientos, todos los años son este minuto desplomándose interminablemente,
aquel cuarto de hotel en San Francisco me salió al paso en Bangkok, hoy es ayer, mañana es ayer,
la realidad es una escalera que no sube ni baja, no nos movemos, hoy es hoy, siempre es hoy,
siempre el ruido de los trenes que despedazan cada noche a la noche,
el recurrir a las palabras melladas,
la perforación del muro, las idas y venidas, la realidad cerrando puertas,
poniendo comas, la puntuación del tiempo, todo está lejos, los muros son enormes,
está a millas de distancia el vaso de agua, tardaré mil años en recorrer mi cuarto,
qué sonido tan remoto tiene la palabra vida, no estoy aquí, no hay aquí, este cuarto está en otra parte,
aquí es ninguna parte, poco a poco me he ido cerrando y no encuentro salida que no dé a este instante,
este instante soy yo, salí de pronto de mí mismo, no tengo nombre ni rostro,
yo está aquí, echado a mis pies, mirándome mirándose mirarme mirado.



La extensión de la cita se justifica por sí misma. No, no hay salida, porque el tiempo es un canal de aguas negras y la civilización, una trampa de la historia. Paz ya no propone el regreso, porque tampoco es posible; lo único que sabe es que hay que “torcerle el cuello” al Yo y al mundo edificado a su alrededor. El poema va cayendo a velocidad creciente, en espiral, hasta el desgajamiento de la conciencia del yo y su fusión con el presente. Proclamar que lo único que soy es “este instante” constituye una proclama íntima del poeta moderno, una confesión y, al mismo tiempo, un extraordinario hallazgo humano. Por la vía abierta por Novalis dos siglos atrás (el camino es hacia el interior; así se conoce el mundo), se desemboca en la verdad orteguiana de que el hombre es él y su circunstancia, inseparablemente. Cierto: por un lado, el poeta ignora a la historia, sólo le importa la vibración de la presencia; pero por otro, el principal mérito de dicha presencia es ayudarnos a mirar desde otros ángulos y con otros ojos nuestra existencia histórica. A una pregunta que Anthony Stanton le hizo a Octavio Paz, a propósito de si en La estación violenta había cierta nostalgia del Absoluto, el premio Nobel contestó: “Una momentánea vislumbre de la Presencia… ¿de qué o de quién? En mí era (y es) muy viva la conciencia del desvanecimiento de las antiguas presencias y certidumbres. Creo que esto es algo compartido por todos nosotros, los hombres modernos. ¿Nostalgia? Sin duda, pero también la decisión de vivir con entereza nuestra situación”. No, no hay salida. Lo único que hay es esa valiente e íntima decisión.

En el siguiente poema de La estación violenta: “El río” –escrito en Ginebra en 1953-, el poeta expone su método de composición. La sucesión de los tres grandes bloques de versos se despliegan, nuevamente, frente al lector. El trance, una vez más, adopta la forma de gran caudal de imágenes –como un río-; es la invasión nocturna, el espíritu de una época recitando su dolor: “(…) toda la noche la ciudad habla dormida por mi boca / y es un discurso incomprensible y jadeante (…)” El segundo bloque de versos es un paréntesis excepcional, digno de la mayor atención de los estudiosos de la poesía, pues en él aparece una confesión del escritor respecto al poema mismo como procedimiento; en vez de dar paso a la mirada irónica que todo niega, Octavio Paz interrumpe de algún modo la corriente hipnótica y se dirige al lector como a través de un pie de página aclaratorio; el autor se desdobla, identifica en su escritura un derrotero fatal, vigente en todos los trabajos del poemario. Y dice justamente:


A mitad del poema me sobrecoge siempre un gran desamparo, todo me abandona,
no hay nadie a mi lado, ni siquiera esos ojos que desde atrás contemplan lo que escribo,
(…) es una explanada desierta el poema, lo dicho no está dicho, lo no dicho es indecible,
torres, terrazas devastadas, babilonias, un mar de sal negra, un reino ciego, (…)



Las imágenes reanudan en el tercer bloque el flujo de tinta y sangre que corre por la frente del poeta. Él sólo puede sentarse a la orilla de ese oscuro rumor urbano, “como Buda a la orilla de sí mismo”, e inhalar su inaccesible misterio. El gran desamparo del autor, el naufragio del yo occidental, es admitido como método para auto-rebasarse y contemplar desde otro plano al propio sujeto: “Y digo mi rostro inclinado sobre el papel y alguien a mi lado escribe mientras la sangre va y viene…”

Finalmente, diré que el último poema por comentar aquí, “El cántaro roto”, es un trabajo que forza y retuerce a sus propias letras. Escrito en México por el año 1955, después de un viaje por el altiplano, parece más bien una obligada respuesta al diálogo rulfiano que se abrió en aquella década.

De nuevo, la estructura tripartita. Tras un concierto de estrellas en medio de cierta noche rescatada del modernismo, y después –incluso- de rematar su entusiasmo lírico al más puro y vetusto estilo gondolero (“Harpas, jardines de harpas”!!), Octavio Paz cae en un llano en llamas y en un páramo azotado por el símbolo del poder regional consuetudinario. Entre la plenitud modernista y la vacuidad de las vanguardias, está “Sólo el llano: cactus, huizaches, piedras enormes que estallan bajo el sol”. Quizá la imagen que representa mejor la metamorfosis del paisaje poético sea ésta: “¡y el pirú en medio del llano como un surtidor petrificado (…)!”. La fuente emblemática y alegre de un Darío exhuberante es convertida por Paz en un espinoso árbol seco que retrata con cruda elocuencia la derrota de la reforma agraria. Pero sin duda el pasaje inolvidable de “El cántaro roto” es aquel que ubica al futuro premio Nobel con los pies bien puestos en su país:


Dime, sequía, dime, tierra quemada, tierra de huesos remolidos, dime luna agónica,
¿no hay agua,
hay sólo sangre, sólo hay polvo, sólo pisadas de pies desnudos sobre la espina (…)?
El dios-maíz, el dios-flor, el dios-agua, el dios-sangre, la Virgen,
¿todos se han muerto, se han ido, cántaros rotos al borde de la fuente cegada?
¿Sólo está vivo el sapo,
sólo reluce y brilla en la noche de México el sapo verduzco,
sólo el cacique gordo de Cempoala es inmortal?



Bienvenido de regreso a México, poeta. Recorriste una extensa órbita. Pero ya estás aquí: frente al sapo, otra vez… Curiosamente, por publicar este poema, los anticomunistas de siempre acusaron a Paz de comunista. Para mí, con esta angustiosa pregunta termina lo poético en sí de “El cántaro roto”. La cascada de versos que siguen después son olvidables –por inauténticos. El viajante, pasmado, intenta recuperarse del escupitajo que lanza el poder del cacique y se impone casi un programa de lucha voluntarista y poco convincente: “soñemos sueños activos de río buscando su cauce, (…) hay que soñar en voz alta, hay que cantar hasta que el canto eche raíces”, etc. Como es bien sabido, Paz nunca tuvo el don de organizar la protesta, pero sí el de la lucidez crítica.

De cualquier modo, el autor de El arco y la lira ya estaba listo para escribir “Piedra de sol”, poema que es a nuestra literatura lo que El laberinto de la soledad es a la reflexión sobre México: respuestas históricamente necesarias al monólogo del mundo moderno. Ejercicios magistrales, tanto en poesía como en prosa, del pensamiento analógico acerca de las formas históricas que asumen culturas como la nuestra de cara a la modernidad occidental. “Piedra de sol”, cresta de una obra enorme, poema virtuoso que asombra a lo lejos por estar compuesto de 584 endecasílabos en verso blanco -de los cuales las primeras decenas fueron escritos de corrido-, pero que no sorprende a quien haya abrevado en las aguas minerales de ¿Águila o sol?, o se haya sumergido en las pozas volcánicas de La estación violenta.

Después de las anteriores notas, puedo redondear la importancia de este último poemario con que cierra Libertad bajo palabra. Considero que se trata de una obra nodal en el desarrollo generoso del espíritu decadentista de nuestro tiempo, aquel que se rehúsa a comprar más la idea del progreso del mundo. En otras palabras, La estación violenta fundamenta una poética de la decadencia occidental. En sus páginas, la aquí llamada irrupción de la presencia constituye todo un acontecimiento para el pensamiento crítico contemporáneo, ya que a través del ejercicio riguroso de la poesía se pone en duda la difundida creencia de que el único conocimiento importante es el científico y que el único razonamiento válido es de origen cartesiano. Por medio del trance poético, Octavio Paz logra convocar un ritmo capaz de engendrar huracanes verbales que barren con nuestros sistemas perceptivos y de referencias establecidos, sólo para concebir una realidad otra, que al principio parecería un caos de signos y estímulos igualados bajo un solo rango, un solo rasero. Aquí interviene una analogía que se presenta ante el lector como incontrolable, lírica y profundamente intuitiva. El desorden así adquirido pretendería, bajo la pluma de Paz, volver al origen: un estado primordial que prometa un nuevo comienzo del hombre. Este empeño corre el riesgo, sin embargo, de reciclar una “nueva” búsqueda de Absolutos, a lo que Paz siempre se opuso. Si bien esta ambigüedad persiste en su poesía, en La estación violenta el poeta da un salto definitivo, que consiste en cultivar sobre su valle personal así descubierto el punto de partida de un nuevo pensamiento crítico, que elabore conceptos comparativos a partir del método analógico que el propio Paz se encargaría de desarrollar en sus ensayos sobre crítica histórica. Es decir, que la analogía interviene como método de conocimiento en distintos planos: en un plano, digamos, inmediato, la analogía es ritmo, vaivén y contraste perceptual que desemboca en poemas; en otro plano mediato, la analogía desarrolla un discurso con otra racionalidad que no excluye la formulación de conceptos. La disciplina que más ha lucido la extraordinaria riqueza de este método ha sido la historia comparativa, aquella que identifica el auge, la madurez y la decadencia de las diferentes culturas y civilizaciones. Los grandes ensayos historicistas de Octavio Paz, como El laberinto de la soledad, El ogro filantrópico, Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, Tiempo nublado y Vislumbres de la India, están cargados de esta poética.


Queda pendiente un repaso de “Piedra de sol”. Pero sería innecesario aquí, pues este poema ha sido merecedor de talentosos comentarios de la crítica mundial. Por mi parte, me contento con degustar su lectura en voz alta, alternando entre amigos con un buen brandy en la mano y a la luz proyectada por Libertad bajo palabra. Salud

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