domingo, 20 de septiembre de 2009

Ojalá, maestro Sábato (comentarios a la novela ''Sobre héroes y tumbas'')

Foto de una foto tomada en el Barrio de San Telmo, Buenos Aires.


Alejandro Rozado


- Sobre héroes y tumbas (edición definitiva), de Ernesto Sábato, Ed. Seix Barral, Barcelona, 1990, 553pp.
 
Publicada por primera vez en 1961 –aunque la versión definitiva la firma el propio autor en marzo de 1990-, la lectura que hice de esta novela se antoja demasiado tarde: 40 años después... De haberla leído a los 18, estoy seguro que me habría sobrecogido como me ocurrió con La náusea de Sartre; y si hubiese llegado a mis manos a los 26, no me cabe duda que todavía hoy estaría atrapado por la seducción de su prosa apocalíptica, y sus terribles páginas patológicas serían bebidas por mí con la fruición de un converso. En cambio, a los 47 me provocó un equilibrado respeto y no logré vibrar, por desgracia, como la novela misma. Ninguna culpa tiene la obra en sí; más bien fue defecto mío: después de más de diez años de leer exclusivamente poesía, de pronto me dí cuenta que no había novela que me atrapase -me había contaminado la mirada. Sin embargo, leer la prosa de Ernesto Sábato ayudó mucho a desintoxicar mis sensores (con “s”) poéticos.

Se trata de una historia de fuerte prosodia, donde la voz del autor alcanza el límite de sus posibilidades sonoras para ahuyentar cualquier asomo del Bien. En otras palabras, el lenguaje de Sobre héroes y tumbas es extremo, y los lectores que habitamos sus páginas viven un horror cuyo exceso (todo horror es excesivo, limítrofe) se despliega en largas cadenas grandilocuentes que van a dar en los siniestros del castigo argentino. Quiero decir que estamos ante un texto emocional en el sentido grueso del término; en el mismo sentido en que Beethoven, digamos, lo entendía.

En la línea de la mejor prosa horrorífica y sugestiva de un Poe, e incluso antes, en la visión alucinante de un Jean Paul Richter que soñó el fin de los tiempos con un Cristo que nos revelaría el grandioso fraude del más allá sin dios alguno, Ernesto Sábato crea una atmósfera neorromántica que no tarda en afianzarse como un verdadero estado de ánimo: no la depresión, tampoco la paranoia propiamente dicha y escrita en el “Informe sobre ciegos” de la tercera parte del libro, sino más bien el caldo de cultivo de esas patologías, el clima espiritual fúnebre que proclama la decadencia como destino nefasto, como castigo y dolor crónico, como condena. La novela quiere testimoniar una terrible caída histórica que termina anegándose en sus propias pestes psíquicas y perversiones protagónicas. Todo comienza con el primer párrafo del primer capítulo, un auténtico “himno a la noche”:
"(...) Melancólicamente lo imaginaba en aquel viejo parque, con la luz crepuscular demorándose sobre las modestas estatuas, sobre los pensativos leones de bronce, sobre los senderos cubiertos de hojas blandamente muertas. A esa hora en que comienzan a oírse los pequeños murmullos, en que los grandes ruidos se van retirando, como se apagan las conversaciones demasiado fuertes en la habitación de un moribundo; y entonces, el rumor de la fuente, los pasos de un hombre que se aleja, el gorjeo de los pájaros que no terminan de acomodarse en sus nidos, el lejano grito de un niño, comienzan a notarse con extraña gravedad. Un misterioso acontecimiento se produce en esos momentos: anochece."
En esa composición de inconfundibles tonos obsuros, aparece ante los ojos de Martín –deslucido personaje principal, joven pobrediablo que jamás entiende nada y que chapotea deprimido de amor- , aparece, repito, la enigmática y arrebatadora presencia de Alejandra, hermosa de blanca piel y largo cabello oscuro, fascinante demonio sexual que oculta y exhibe alternativamente su alma condenada a los hombres, para la maldición de ellos. Más que un personaje, ella es la encarnación del destino trágico de una familia histórica de Buenos Aires. Su ambigüedad organiza la primera mitad de la narración, como el objeto de imaginación femenina que motiva al tradicional protagonista romántico que se extravía entre la ilusión y la realidad cruel. Poseída como brazo ejecutor de un supuesto y alucinante poder mundial y subterráneo detentado por la mafia de los ciegos, Alejandra asesina a su temible padre y se prende fuego como final de una historia inverosímil y paranoica. Pero es que ésta y otras sicosis son lo único que tiene cabida en el Buenos Aires de Sábato.

Vale apuntar aquí algunas coordenadas de la novela que nos ocupa. En primer lugar toda la obra –salvo el último capítulo- es marcadamente claustrofóbica en el tiempo real de la narración; la estructura se parece a la del filme Blade Runner, de Ridley Scott, producida 20 años después de esta publicación. En la última secuencia, la única y milagrosa salida es a cielo abierto, un alejamiento incierto pero saludable, aunque tocado por la pena del solitario que, cabizbajo, alcanza a sonreír algo -no mucho- ante la inmensidad del horizonte que brinda el sur de Argentina. En segundo lugar, precisamente ir al norte es perderse, la muerte segura, como el propósito final de la legión del general Lavalle en el siglo XIX. Al sur en cambio, se da otro relato, otra lectura, porque es otro país.

“Qué grande es nuestro país, pibe...”. En estas últimas palabras del libro, radica el sentimiento sabatiano: Buenos Aires no tiene remedio; la capital es un laberinto de ratas y locos despedazándose entre sí; la única alternativa es bajar al sur, a lo incontaminado, bajar al pueblo concreto, al del sencillo camionero Bucich. El sur no es solo el Sur, es también voltear abajo, a lo menos complejo, a las bases, el principio, el origen aún bueno. Aquello que se mantiene valioso y natural sobre las calamidades históricas.

Quizá el pensamiento clave que estructura todo el relato sea expuesto por Bruno, un maduro intelectual trasnochado que apoya al autor como su alter ego y, en ocasiones, como auxiliar de narración. Dice Bruno:
"Siempre pensé que me gustaría ser algo así como bombero. Quizá cabo de bomberos, porque entonces uno sentiría que está entregado a algo comunitario... en que uno realiza un esfuerzo por los demás, y además en medio del peligro, cerca de la muerte. Y, siendo cabo... se sentiría la responsabilidad de su pequeño grupo. Ser para ellos la ley y la esperanza. Un pequeño mundo en que el alma de uno esté transfundida en una pequeña alma colectiva. (...) nada puede ser equiparable a formar parte de un pelotón y guardar el sueño y la vida de los camaradas con su fusil. No importa que la guerra sea hecha por sinvergüenzas, por bandoleros de las finanzas o el petróleo: aquel pelotón, aquel sueño guardado, aquella fe de nuestros camaradas, ésos serán siempre valores absolutos."
Yo digo que esta idea es una pequeña utopía que, por ser pequeña, tal vez sea realizable en algunos momentos brillantes de la micro-historia. Sin olvidar que en los batallones también hay relaciones de poder y de autoridad, envidias, soberbia y traición. Y los resortes temibles de la crueldad y la tortura. En cambio, el honor y la hermandad aunque sea un acontecimiento feliz, es excepcional. Pero ojalá, maestro Sábato, ojalá.

A veces, mientras leía Sobre héroes y tumbas, me pareció encontrarme ante una novela europea de la posguerra y que sólo le faltaba la rúbrica de un Camus. Inscrita en el radio de influencia temporal y geográfico del boom latinoamericano de los 60’s, la imaginación que exhibe está lejos del exotismo mágico del trópico, ligero, colorido y cachondo; es más bien una historia donde la febril alucinación de un paranoico y sicópata como Fernando –padre de Alejandra- ofrece una congruencia nada sosegante al relato. El “informe sobre ciegos” integrado a la obra como un texto aparte, se convierte en el libro del libro, el meta texto que da cuenta de los actos, sinrazones y agonías de personajes que ruedan extraviados por sus vidas, mientras que el submundo alcantarillado de los invidentes tiene el poder de determinar el derrotero de nuestras miserias. Los ciegos son la neta: los que nos rodean y estudian, como un Estado policiaco dentro del Estado, con su compleja red de informantes y ejecutantes, los que jamás cierran sus ojos, quienes nos vigilan hasta los sueños. Quienes nos ven sin mirarnos y se sonríen, misteriosos, de nosotros mismos cuando les damos una limosna. De ahí la tenebra del libro, el escalofriante horror social que exsudan sus páginas.

La episódica aparición de Borges y el diálogo crítico suscitado por un par de personajes en un capítulo entero merece un comentario aparte. Sábato-Borges. Borges-Sábato. Espero no muy pronto, pero tampoco demasiado lejos, escribir sobre ellos.


Guadalajara, Jal., agosto de 2002.

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