martes, 22 de septiembre de 2009

"Rashomon" de Kurosawa


Alejandro Rozado


- Rashomon
, de Akira Kurosawa (1950-Japón), con Toshiro Mifune, Machiko Kyo y Takashi Shimura.
 

Japón, siglo XII. Bajo un denso aguacero, un leñador, un monje y un peregrino se resguardan bajo las puertas de Rashó hablando del último escándalo ocurrido en la aldea: el asesinato de un señor feudal y la violación de su esposa tras ser asaltados por el famoso bandido Tajomaru. Y cuentan cómo los tres personajes involucrados, el bandido, la mujer y el asesinado (éste último a través de un maravilloso "medium") declararon ante la justicia versiones que, apoyadas en los datos duros de la violación de una y la muerte del otro, discrepan -sin embargo- notablemente entre sí en la manera en que sucedió el crimen. Por si fuera eso poco, el leñador confiesa a su oidores que fue testigo oculto de los hechos, los cuales -según él- fueron distintos a los declarados ante el juez. Ninguno de los contertulios comprende el fenómeno en absoluto... De este modo, el director Kurosawa consuma una obra cien por ciento moderna, en que la conciencia individual de la vida misma resulta asaz dudosa. A pesar de que "los hombres muertos no mienten", dicen los personajes al referirse al testimonio del fallecido interpretado al través mágico de una bruja, nadie se escapa de confundirse en una época marcada por las desgracias. Un cineasta pacifista en un Japón derrotado por la guerra nos hace las mismas preguntas: ¿quién dice la verdad?, ¿a quién puede creérsele hoy en día?... Una espléndida música, que entona una trágica marcha peregrina de tintes medio-orientales y ravelianos, enmarca las secuencias y reflexiones de esta cinta tempranamente magistral del director japonés.

Galardonada con el máximo premio del Festival de Venecia en 1951 (y posteriormente con el Oscar a la mejor película extranjera), Rashomon es tan importante en la cinematografía japonesa como lo fue Roma: ciudad abierta, de Rosellini para el neorrealismo italiano. En efecto, el asombro provocado por esta obra en Occidente inauguró una especie de "edad de oro" del cine nipón, que reveló el talento de los -así llamados por Satyajit Ray- "maestros japoneses" como Kenji Mizoguchi y Yasujiro Ozu, además del propio Kurosawa. El dominio de una técnica fílmicamente perfecta y la densidad psicológica de la historia revelan que una cinta así sólo podía lograrse gracias a una industria cinematográfica altamente desarrollada y a la gran madurez artística del autor. (Como muestra de ello, un dato: en ese año de 1950, Japón produjo 215 películas -lo equivalente a la producción de Inglaterra, Italia y Alemania juntas.)

Paradójicamente, el éxito internacional del filme no entusiasmó tanto al director, quien en aquel entonces estaba más seducido por el neorrealismo italiano -de hecho, sus obras anteriores y posteriores a Rashomon dejan ver su franca preocupación por la empobrecida vida del hombre moderno no despojado del todo de cierto heroísmo anónimo, como en El ángel ebrio o en Vivir (Ikiru). Sin embargo, pese a que la cinta pertenece al tipo jidai gekki (de tema histórico, vulgarmente conocido como "cine de samuráis"), caracterizado por la solemnidad simbólica, estética y moral, Kurosawa logra introducir aquí por primera vez en el género sus preocupaciones humanistas.

Pero quizá lo más importante de esta película sea su proeza narrativa. Las cuatro versiones de una misma historia se desarrollan con un despliegue portentoso de imágenes y actuaciones, donde las mentiras de los testimonios se convierten en auténticas verdades cinematográficas. ¿Acaso no trata de eso el cine?

El lenguaje de planos de la segunda secuencia del filme -cuando el leñador describe, falsamente, cómo encontró el cadáver en el bosque- es tan magistral que difícilmente veremos algo similar durante los mismos años en el cine de otras latitudes. Pues en dicha secuencia, respetando la gramática del cine de Hollywood, Kurosawa realiza movimientos de cámara tan elegantes, y prácticos a la vez, que parecen provenir de una prosa directa, bella y sobre todo eficaz. La sucesión de planos con cámara en mano y pannings entre la maleza, describiendo la marcha del personaje, logra pases imperceptibles y sugestiones visuales que sorprenden al espectador -el cual sigue, sin la menor alteración, al sujeto que camina hacia la izquierda de la pantalla cuando momentos antes caminaba hacia la derecha. La fotografía está a cargo del experimentado fotógrafo de Mizoguchi, Kazuo Miyagawa, cuya perfección de emplazamientos y luces deja muy, pero muy mal parados a los maestros norteamericanos. En fin, aprendemos mucho con Kurosawa, el narrador versátil dotado de altos registros líricos. Pero también con el Kurosawa perspicaz cuya mirada penetra con sutileza psicológica el tejido dramático y descubre, detrás de la paz engañosa que prodiga el medio rural, una violencia sorda y consonante, a la vez, con las guerras civiles o el bandidaje que azotan al campo. El ser humano se desdobla, entonces, y exhibe sus antinomias: la mezquindad acoplada con la generosidad, la perversidad y la inteligencia con la ignorancia, la cobardía con la compasión. Contradicciones humanas que, en manos del cineasta japonés, están tan alejadas del melodrama que uno no puede más que admirar su cautivante ternura.


Enero, 2005.

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